Lucas Haurie
Una fiesta religiosa
Ancladas muchas de ellas en sus templos debido a las lluvias, las cofradías ofrecen a menudo un espectáculo poco edificante deparado por quienes, en definitiva, no son más que congregaciones de creyentes. Los hermanos mayores, y sobre todo los directores espirituales, se afanan por mantenerse fieles al mandato de resignación (¡¡cristiana!!) con la que los católicos hemos de soportar las pruebas a las que nos somete Dios. Y no se cuenta en absoluto entre las más duras el chasco por una procesión nonata o interrupta. Así que menos lloriqueos, menos hipidos antes las cámaras, menos discursos lacrimógenos al micrófono y más hacer vida de hermandad, convertir la militancia en algo más que calzarse un capirote una tarde al año. La exposición mediática ha universalizado, tal vez, la Semana Santa como fiesta y como atracción turística pero orada su esencia, que es religiosa y sólo religiosa. A no ser que se pretenda su reducción al puro folklore: un desfile musicalizado de estatuas con figurantes en lugar de penitentes. ¿Es incuestionable la devoción? Sí... la de algunos. La gran mayoría clama al cielo por los meteoros que empecen el lucimiento por las calles pero que no impedirían al nazareno frustrado colaborar con la encomiable labor social y asistencial que cumplen sus hermanos bendecidos con el don de la fe, o simplemente agraciados con la cualidad de la coherencia. Debemos animar a la jerarquía eclesiástica en su lucha, denodada e ingrata, por devolver al redil de la Doctrina a tanto idólatra descarriado. Contra el capillita, pedagogía.
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