José Jiménez Lozano

Va a hacer cien años

Es largo ya el tiempo de los funerales de casi todo, o de todo realmente, desde el día en que Nietzsche vio al loco gritando en el mercado de la ciudad y en las iglesias, ante los perplejos habitantes de la ciudad, que Dios había muerto hacía ya doscientos años; y luego todo fue una cadena de noticias mortuorias del pasado, aunque también un festival por esto mismo, y por la aurora que amanecía con ello para la humanidad entera. Pero podríamos señalar un principio de todo esto, cuando ya estaba claro, en el festival de entreguerras de los ismos artísticos y literarios. Es decir, cuando el rostro y el cuerpo humano, pero también cualquiera otra de las hermosísimas formas del mundo animal y de la naturaleza fueron sustituidas por las visiones de cada subjetividad o la pura geometría, Pongamos que el día en el que el urinario pintado por el señor Marcel Duchamp recibió la misma honorabilidad, que la de una virgencita de Filippo Lippi o una estancia de Vermeer. Porque sobre este viejo arte, corrompido y obsceno, como gustaban decir los surrealistas y otros «istas», se alzaba el nuevo; y «cuanto más prusiano y bolchevique, mejor», decía el grito de guerra de los sepultureros de aquel viejo arte, literatura, pensamiento.

Y así todo quedó – el hombre mismo – tan aligerado y convertido en puro útil, que Walter Benjamín comenzó a quejarse de que ya no había nada que contar del hombre nuevo; como años atrás Melville había advertido de que de las pulgas no puede hacerse historia, pero sólo porque no se había percatado de que al hombre nuevo lo que menos le importarán son la historia y las historias, las «fábulas antropológicas» que decían los darvinistas finiseculares del XIX, llenos de encono contra el alma; y prusianos y bolcheviques llegaron luego para poner en práctica todo ismo: pero no en pinturas y construcciones, sino en la carne humana, convertida en material experimental de los sueños de los señores de la Granja, con la llave del nacer y el morir, la salud y la enfermedad en sus manos, y enrolando a la misma muerte como factor de progreso.

Porque de lo primero que hay que hablar acerca de este asunto de la cultura que desciende y se disuelve es de las víctimas, los miles y miles de europeos imbuidos por la vieja cultura, y que por eso mismo fueron eliminados por los dos grandes totalitarismos; mientras el poder era ocupado por gentes que a esa cultura odiaban, y hacían temblar a Gorki, que no era hombre de muchos escrúpulos, al solo pensamiento de que la civilización en sus manos se dirigía a su fin, porque sólo podrían generar mentira y fuerza bruta. De manera que ya no amenazaba a la humanidad aquella «cultura media» de la que hablaba Goethe como un mal, sino que esa humanidad se instalaba necesariamente en la estancia en lo banal y lo lúdico.

Perdimos las llaves y el sentido de todos los significados, los grandes enigmas humanos dejaron de serlo rápida y estruendosamente, y la Gran Solución impuso: ni mal ni bien, ni víctima ni verdugo, ni justo ni injusto, ni fealdad ni hermosura, ni ignorancia ni saber, ni verdad ni mentira, ni virtud ni vicio o crimen; todo es lo mismo y pura circunstancia, y el crimen, simple iniciativa de la subjetividad. Aunque no podemos aceptar que todo esto ya esté todo hecho irreversiblemente, ni que Baudelaire tenga razón cuando aseguraba que lo que queda de la vida «se mostrará en la bajeza de los corazones» de los supersofisticados habitantes de las Granjas de aluminio y cristal, pirámides del tiempo.

El Viernes Santo de 1913, un tío abuelo, por cierto, de Jean Paul Sartre, abandonó Europa para irse a África. Se llamaba Albert Schweitzer y estaba «familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad». Parece que ya hace cien años que vio venir nuestro presente.