Cristina López Schlichting
Vacas y madres
La vaca Lorenza será sacrificada porque lo exige la ley del toro. Una tradición ancestral que consiste en erradicar la estirpe del animal que haya matado al torero. Y Lorenzo ha matado a Víctor Barrio clavándole el asta en el corazón. Veintinueve años de muchacho serio y contenido en la plaza, que deja tardes importantes en Las Ventas. Cuando la madre y la esposa lloraban su pena, María Isabel, de apodo @Marypop_1 , que había escuchado mi editorial de Findesemana en Cope, me escribió en @crisschlichting el siguiente mensaje: «Y la estirpe de los de los hombres asesinos de toros no debe ser eliminada? #pregunto». Por un instante me quedé clavada en el estupor. Luego me sobrevino esa gana instintiva de soltarle a la oyente el «hijodeputa» espaciado, bien articulado, deliberadamente lento que le espetó Carlos Herrera al profesor catalán que se alegró de la muerte de Barrio y se las prometía felices bailando sobre su tumba. Finalmente, contesté: «No es un hombre igual que un toro. Ni una madre lo mismo que una vaca». Desde el domingo ando preguntándome adónde hemos llegado, que hay que explicar estas diferencias. El movimiento animalista no es baladí. No responde a la simple brutalidad, tampoco al noble deseo de defender por igual a todas las criaturas que nos acompañan en el mundo. No. Es un inmenso movimiento social occidental que, una vez superado el cristianismo, considera por igual a los primates y al homo sapiens, entiende que merecen el mismo trato el transeúnte que el perro de paseo, concede la misma dignidad al toro y al torero (o menor a este último, por matar en un espectáculo). Este movimiento ha abdicado de la razón. La mera observación lógica de las cosas permite apreciar que los creadores de las civilizaciones, los que han escrito El Quijote, compilado las leyes, esculpido el David, compuesto la Quinta sinfonía son superiores al resto de los animales. Es verdad que el hombre puede ser malvado y cruel y los animales –que carecen de libertad– no pueden. Pero eso no reduce un ápice la diferencia. Los partidarios de igualar animales y seres humanos no tienen datos racionales para apuntalar su posición. El suyo es un buenismo universal fundamentado en una superstición. ¿Quién hace iguales a todos los seres? No la madre naturaleza, que da el poder al hombre. Tampoco la materia, que empodera al mismo. La igualdad deriva de un supuesto «espíritu universal», un panteísmo, un mandamiento que nadie sabe quién ha emitido. En definitiva, es una teología atea, si es que cabe. El hombre ateo moderno, el que prescinde del Misterio Eterno para entenderse, acaba equiparado a las hormigas y los toros. De ahí a insultar a los toreros muertos y a sus madres apenas hay un escalón de violencia, salvado por el instinto desbocado de algunos. Alguien me dijo alguna vez que el hombre sin Dios se condena a prescindir de la razón. Creo que ha llegado ese momento, al menos en esta parte del mundo.
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