Ángela Vallvey

Vida

La autoridad que ciertos padres han ejercido sobre sus hijos se ha expresado a lo largo de la historia con distintos grados de brutalidad. Antiguamente era habitual que se practicara desamparando a las criaturas en la calle, donde se veían condenadas a morir de hambre o de frío; es sabido el poco miramiento que en Esparta se tenía para con los recién nacidos deformes, que se arrojaban a un abismo del Taigeto al que tuvieron la negra humorada de llamar «El Depósito». En Tebas eran más refinados y prohibieron matar a los niños, pero cuando un padre no podía mantenerlos los llevaba ante un magistrado que los vendía en pública subasta como esclavos, cuyo valor enriquecía las arcas de la nación. La inmolación de niñas recién nacidas y de varones débiles ha sido un hecho espeluznante con el que se ha escrito el relato de nuestra (in)humanidad.

Afortunadamente, a lo largo de la historia se ha ido evaporando –a ritmo muy lento, eso sí– el grueso de la violencia, el terror y el crimen que algunos progenitores han ejercido sobre sus críos, aunque se haya tolerado el infanticidio hasta hace nada, como quien dice. El aborto se ha consentido también sin ningún escrúpulo. En la Roma antigua se perfeccionó su técnica tanto como la de los partos y, sobre todo las mujeres ricas, lo practicaban sin reparo alguno. El aborto no era delito mientras no perjudicara o deshonrara al marido de la mujer que se lo hacía practicar. Tan habitual debía ser que Séneca hizo un panegírico de su madre, Elvia, y la alabó por no ocultar su embarazo ni abortarlo, por darle la vida.

La impresión es que, igual que ha ido cambiando la sensibilidad social respecto al infanticidio, algún día lo hará respecto al aborto. Pero..., ¿quién sabe cuándo?