Francisco Marhuenda
Vigencia de la Constitución de 1978
La posible reforma de la Constitución es un tema recurrente en la política española. Desde su aprobación en 1978 ha tenido dos reformas que concitaron un amplio consenso, aunque la segunda sobre la constitucionalización del control del déficit público no estuvo exenta de polémica. En primer lugar es la mejor Constitución de nuestra historia incluso si el análisis lo hacemos mediante una contextualización histórica de cada uno de ellos. Lo es en todos los terrenos. Desde la técnica jurídico-constitucional hasta su modernidad, pasando por las positivas consecuencias que ha tenido. Me resulta difícil encontrar aspectos negativos sustanciales, salvo la necesidad de reformar el Senado o el anacronismo inaceptable de la prevalencia del hombre sobre la mujer en la sucesión a la Corona. Otra cuestión distinta es que se pretendan incorporar a nuestra Carta Magna cuestiones que no concitarían un consenso suficiente o forman parte de situaciones políticas coyunturales sin relevancia constitucional. Un ejemplo de esto último es la propuesta que realizó ayer Rubalcaba sobre la Sanidad. Con estas salvedades, la realidad es que la Constitución de 1978 tiene plena vigencia y fue una obra extraordinaria, además, en el contexto histórico en que se elaboró. Con ella se cerraron las heridas de la Guerra Civil, se transformaron unas instituciones caducas, se resolvió claramente la problemática sobre la forma de Estado, se consagró una relación de derechos y deberes fundamentales y se realizó una distribución del poder eficaz aunque en el ámbito territorial los errores cometidos son responsabilidad de los políticos.
Este aniversario de la Constitución coincide con la mayor crisis económica desde la posguerra, pero también con esa necesidad que tenemos los españoles de cuestionarnos permanentemente las cosas. No se necesita una reforma constitucional para conseguir un mayor equilibrio entre los poderes del Estado y romper la abrumadora hegemonía del ejecutivo sobre el Legislativo, que existe desde los primeros años de la Transición. Lo mismo se puede decir con respecto al modelo excesivamente partitocrático de nuestro sistema político o de la imprescindible reforma del Estado de las Autonomías, no para caminar hacia un ineficaz centralismo sino para lograr un mejor reparto de funciones y una auténtica lealtad constitucional. Las instituciones del Estado, incluso el Senado, se pueden revitalizar con voluntad reformista sin necesidad de modificar la Constitución.
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