Ángela Vallvey

Voluntad

La Razón
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Dicen que la voluntad mueve montañas. Muchos no se lo creen, pero eso es porque les falta voluntad para admitir algo así. Sin embargo, Epícteto aseguró que Agripino soltó una vez una de esas frases tan certeras, proverbiales y hermosas que bien merecería figurar inscrita en la cabecera de un periódico, en la pizarra de todas las escuelas o, cuando menos, como cita en un libro de autoayuda firmado por una neo-hippie californiana. Dijo Agripino: «Jamás seré un obstáculo para mí mismo». Eso suena realmente a la música propia de un tipo que tiene voluntad.

Nuestro tiempo propicia la indolencia, la dejadez, la pachorra. En la Antigüedad, los seres humanos creían que su destino estaba en manos de unos dioses caprichosos y volubles, que se divertían jugando con la vida de los mortales. A pesar de imaginarse marionetas de la divinidad, los humanos sabían que en sus manos estaba el cuidado de sus propias vidas, que la voluntad podía ser en ocasiones más poderosa que la inteligencia, y que es posible amaestrar a la fatalidad como a un perro ciego con la cuerda del empeño, la perseverancia y la firmeza del ánimo. En la actualidad, los dioses han dejado de ser un estorbo omnipotente contra el que nadie puede luchar, y sin embargo, nos sentimos a menudo invadidos por el desánimo y la flojera. El «¿para qué?» sustituye filosóficamente al «¿por qué?» La desgana ha colonizado nuestro albedrío y hace su nido de debilidad e indiferencia. Nos concebimos como presas de fuerzas superiores. Aplastados contra el skay del sofá, bajo el poderoso influjo del televisor –capaz de dirigir las mareas, en lugar de la Luna–, nos abandonan las fuerzas. Y eso cuando no caemos en las redes (en las sociales, o en las antisociales), donde todos somos pescado boqueando por falta de oxígeno. O por un exceso de tal.

La voluntad fabrica patrones evolutivos que trabajan a favor propio, o en contra del que los hace. Esclarece la conciencia porque la encauza hacia una dirección, como si fuera un viajero que por fin sabe cuál es el destino que viene escrito en su billete de tren; esto es: que la voluntad es capaz de «leer» el futuro, siempre que se decida a construirlo.

Y sí, la voluntad es fuerza. Una energía moral capaz de mover las montañas –esos obstáculos de nuestra vida, que decía Agripino–, o sea: a nosotros mismos.