Alfonso Ussía

Von Trapp

El barón Georg Von Trapp era capitán de la Armada austríaca. Un patriota que se opuso con contundencia a la anexión de Austria a la Alemania nazi de Hitler. Se opuso con contundencia y escasa efectividad, porque un capitán de la Marina austríaca carece de fuerza disuasoria por la sencilla razón de que Austria no tiene ningun puerto de mar. Un marino sin barco es una metáfora, una alegoría. Y se vio obligado a huir a través de la montañosa frontera con Suiza acompañado de su segunda mujer, María Kuschera y sus siete hijos. Culminada la hazaña, se instalaron en los Estados Unidos y sobrevivieron gracias a sus extraordinarias voces. En el decenio de los cincuenta del pasado siglo se rodó una película , anterior a «Sonrisas y Lágrimas» y bastante mejor, sobre sus vidas y peripecias. Porque al barón Von Trapp, el marino sin costas para navegar en su imaginario barco, lo persiguieron con saña tanto Hitler como Hollywood.

Von Trapp enviudó de su primera mujer, Agathe Whitehead. Educó a sus siete hijos en la disciplina militar y la austeridad común de los marinos. Contrató a una novicia con una ensalada de dudas en la cabeza para humanizar su trato con los siete huérfanos, y como sucede en los cuentos, se enamoró perdidamente de ella y se casó. No contento con los siete hijos de su primera mujer, creó en colaboración con María dos retoños más, ya en los Estados Unidos.

La novicia, María Kuschera, no era como Julie Andrews. De ser así, el capitán Von Trapp la hubiera dejado en el convento. Fue una mujer sensible y dura, fuerte y leal. Poco a poco, el tiempo se ha ido llevando a todos los miembros de la familia Trapp. La última en abandonar este mundo ha sido María, a los noventa y nueve años, misionera en Papua y Nueva Guinea. Es muy probable que eligiera las selvas indómitas de Papúa y Nueva Guinea para desarrollar su labor misionera después de presenciar la escena en la que canta el «Do, Re, Mi». Jamás en el cine se han hecho tantas tonterías mientras se interpreta una canción. Los austriacos son gente seria, y más aún si han tenido que huir de su Patria para escapar del castigo de Hitler. Los Trapp se establecieron en Vermont y cantaron hasta que a los varones les cambió la voz y a las chicas la escala de los valores y las apetencias. Y desaparecieron en el magma del anonimato, discretamente, sin hacer ruido. Tengo entendido que el barón Von Trapp falleció con anterioridad al estreno de «Sonrisas y Lágrimas». Por una vez, el destino fue justo y caritativo con él.

A muchos de los que hoy ya caminamos hacia la melancolía foxaciana del desaparecer, la familia Trapp nos trae recuerdos y añoranzas. Cuando de niño vi la primera película sobre sus vidas, se convirtieron en mis ídolos. Jamás entendí lo del capitán de la Armada austriaca, pero consideré que se trataba de un detalle sin importancia. –Alquilarán algún puerto–, pensé para animarme. Pero había mucho más que el romanticismo y la calidad artística en aquella familia valiente. Había ejemplaridad, buena educación y heroísmo, y esto último al niño que fui algún día –parece mentira–, le abrió el sentimiento de la admiración.

Los Trapp siempre serán niños. Observar la última foto de María, a sus noventa y nueve años, se me antoja una pérdida de tiempo. El capitán se resiste a colgar de su castillo la bandera nazi. Ella abandona el convento. Los niños cantan. Y el horror de la Patria ocupada se convierte en esperanza al ver ondear, en un pequeño pueblo de los Alpes, la bandera suiza. Recuerdos de niños y para niños.