José Luis Alvite

Y al final, un escote

Y al final, un escote
Y al final, un escotelarazon

Visto en síntesis, el crimen es un elemento literario de primer orden y un valor cinematográfico siempre en alza. Constituye también un notable reclamo periodístico y yo creo que los lectores de periódico se interesan más por la información política en la medida en la que su contenido se mezcla con el lenguaje de la sección de sucesos. Al público en general le gustan los malos, aunque los deteste, sobre todo los tipos mafiosos y noctámbulos que consideran que, para conseguir la confesión de un hombre, no hay una sola tanda de preguntas que resulte más efectiva que un rodillazo entre las piernas. Al lector cerebral le gusta Sherlock Holmes porque es un tipo analítico y deductivo, calmoso y científico, pero a mí el personaje de Doyle me resulta lento y aburrido como un contable, prudente como un granjero, siempre demasiado educado, contrapuesto a Philip Marlow o a Sam Spade, que son modelos cínicos y resueltos, tipos son los ojos sobados por la tiza del insomnio, detectives sórdidos en el humo de cuyos cigarrillos podrían criarse juntos la desesperanza, la borra del amanecer y los gusanos. Mientras ellos resuelven sin remilgos morales los más turbios asuntos de los bajos fondos, el abrigado Holmes dirime sus casos como si se enfrentase a un juego de mesa en esos salones de la buena sociedad londinense en los que al mayordomo le cacarean las suelas de sus pisadas y los huesudos dedos de las señoras enfrían con abstraída elegancia las tacitas del té, mientras en el reloj de pared desova sin prisa el tiempo. Recuerdo algo que le escuché al rudo detective Artie Fuller una madrugada en el Savoy: «No hay que ser muy listo para estas cosas, amigo. El cerebro de la mayoría de los hombres está revestido con la piel de su escroto. Eso explica que yo conozca pocos crímenes cuyas pesquisas no acaben sin remedio en el escote de una mujer».