Pedro Narváez
Y mañana, gran velada
En estos tiempos de guantes de cabritilla en los que hasta un superviviente del terremoto de Nepal se queja de que una botella de agua potable le cueste diez euros, como si aquél fuera lugar para comparar ofertas y tener derechos guays, como si la tragedia fuera una colleja de papá, incapaz de desprenderse del síndrome «hippypiji» que le llevó a la cima del mundo. En estos tiempos, digo, dos púgiles ante los que Montoro, es un decir, tendría que quitarse las gafas en el recreo, juzgan a los héroes que ya se fueron o acabaron sonados por descorchar demasiadas botellas de Moet Chandon, mucho más caras que las de agua no ya por su precio, sino por el valor de las heridas que el champán les dejó en la cara, burbujas como puñetazos, eternos hasta que los tragan o los escupen en sangre derramada como un toro, más «cornás» da el hambre. El boxeo ya no se estila porque, es verdad, la vida resbala en vaselina mientras se espera a que suene la campana. Es de otro mundo sin «selfies» en los que por una vez el juez no dicta un auto, sino una sentencia de grandeza antes de contar hasta diez. Las Vegas parecerá la próxima madrugada un videoclip de hip hop con modelos de Dolce & Gabbana y cordones de oro, una espesura sin humo, pero en la lona los reyes van desnudos y con cicatrices de marca blanca. Mayweather y Pacquiao, más allá del marketing peliculero y millonario, se calzarán los guantes para recordarnos que no hay mayor victoria que aguantar el golpe zurdo para andar derecho al cielo, que es el camino hacia la próxima pelea y así hasta que la muerte nos separe sin que en los zapatos haya mucho rastro de tristeza.
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