Cuaderno de notas
Como si fuera para siempre
Ando dándole vueltas a aquel imperativo de vivir como si el mundo se acabara mañana, pues si el mundo se acabara mañana, yo no tendría ganas de nada. Qué pena me daría
Se aparece por el horizonte el pánico bancario. Menuda novedad, me digo. Llegado un momento de la vida, uno sabe que las catástrofes económicas van a terminar llegando como la vejez, como septiembre. A mí, esta crisis ya me resulta una vulgaridad sobre todo en cuanto se la compara con los otros fines del mundo que hemos rozado últimamente: un virus chino, un volcán, una invasión de los rusos, la nevada que nos sepultó, lo de Ciudadanos... Hay una nostalgia del fin del mundo entendido a la manera clásica. Definitivamente, el apocalipsis ya no es lo que era.
Si echo las cuentas, esta semana hemos conmemorado el tercer aniversario del confinamiento. Un par de días antes, volvió Elena de recoger a las niñas del colegio y contó que un padre médico de la Comunidad de Madrid le había dicho: «Mete a tu familia en casa. Esto va en serio». Después, todo adquirió los reflejos irisados del absurdo que adornan todas las catástrofes. Yo tomé por costumbre limpiarme las suelas con lejía antes de entrar en casa y mi mujer me aclaró que el Gobierno decía que no hacía falta. «Por eso mismo me las limpio», le respondí. Uno de los mayores vacíos consistió en saber que no se podía confiar en las instituciones, al menos no como hasta entonces.
Toda aquella solemnidad y la emoción en la que nos sosteníamos me resultan ahora atosigantes. Ha pasado el tiempo suficiente, pero aún van por los púlpitos los cenizos con la monserga de que hemos bajado la guardia ante el coronavirus, de que hay que ponerse la mascarilla y de que no aprendimos nada de la pandemia. Casi se me olvidó cuáles eran las lecciones que habríamos de recordar. Ahora que me acuerdo, habíamos ofendido a la madre Tierra con el exceso civilizatorio propio de nuestro desarrollo como especie y, por esa razón, el planeta nos castigaba y nos venía a revelar el mensaje de algo que nunca llegó a concretarse. Aunque se supone que sabíamos que el Planeta se comunicaba con nosotros, no llegamos a saber qué puñetas nos estaba diciendo, pues, los planetas no hablan, como es natural.
Yo, de aquel imperio de silencio y de soledades del confinamiento aspiro a no aprender nada porque lo que estoy consiguiendo es olvidarlo y hacer como que no pasó. No recuerdo ni la receta de los bizcochos, ni en qué gastaba mi tiempo si no era mirar los pájaros, telebeber cervezas con Jesús Nieto Jurado en los bajos de Argüelles y llamar a Jesús Úbeda para poner a parir al Gobierno. Murió Ángela y la imaginaba allí donde estuviera –y nunca sabía dónde estaba–, tan sola.
Ando dándole vueltas a aquel imperativo de vivir como si el mundo se acabara mañana, pues si el mundo se acabara mañana, yo no tendría ganas de nada. Qué pena me daría. No se escucha tontería más grande que el deseo de vivir como si fuera el último día de tu existencia, un tiempo que imagino ocupado por el miedo y el remordimiento. Llegado este momento que llaman postpandemia porque a Sánchez no se le ha ocurrido otro nombre, yo elijo derrochar mi vida y mi tiempo, volver a las cosas banales, olvidar la épica de la supervivencia y su coreografía de culpas, eufemismos, entierros de muertos solitarios, rayas en el suelo, besos al vacío y delatores en las ventanas. En pasar página de todo eso ha consistido nuestra mayor victoria. Ya voy aprendiendo a vivir, que consiste en hacer como si el mundo fuera para siempre.
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