El ambigú
De la Constitución a las trincheras
Lo que se necesita es recuperar la altura moral que permitió a los españoles de 1978 mirar más allá de sus diferencias y construir un proyecto común
España celebra el 47 aniversario de su Constitución. Casi medio siglo después de aquel pacto que permitió dejar atrás la dictadura y abrazar una democracia plural, avanzada y homologable a las europeas, la Carta Magna continúa siendo uno de los mayores logros colectivos de nuestra historia contemporánea. Sin embargo, este aniversario se ve ensombrecido por una paradoja difícil de ignorar: parte de la mayoría parlamentaria que sostiene al actual Gobierno no sólo cuestiona abiertamente la Constitución, sino que reniega del espíritu de consenso que la hizo posible. Aquella voluntad de encuentro que definió la Transición parece hoy, para algunos, un vestigio incómodo. Lo llamativo es que estas voces no proceden de los márgenes del sistema, sino del corazón mismo del poder, convirtiéndose en enemigos morales. La política, que debería ser un puente hacia el futuro, se ha convertido para ciertos actores en un ejercicio de excavación: cada día se cava una trinchera nueva, más profunda y estrecha, con la esperanza de que quien queda al otro lado no pueda, o no deba, tender la mano. Esta obsesión por la polarización no es un fenómeno menor ni inocuo. Cuando desde determinadas instituciones políticas se adopta un relato que divide a los españoles en compartimentos morales –los buenos frente a los malos, los justos frente a los culpables históricos– aquellas dejan de representar al conjunto de la ciudadanía para representar sólo a quienes comparten esa lectura excluyente. Quien cava trincheras desde el poder no gobierna: fractura. Y fracturar la sociedad desde las instituciones es un acto de irresponsabilidad que erosiona los fundamentos mismos de la democracia. Detrás de este empeño late un objetivo más ambicioso: deslegitimar el régimen constitucional de 1978. Se insiste en que la Transición no fue un pacto, sino una continuidad maquillada del franquismo. Esta narrativa pretende desplazar la legitimidad política hacia la Segunda República, como si el actual sistema democrático fuera una herencia interrumpida que debe ser restaurada. Pero este relato –además de simplista– es profundamente injusto. Ignora deliberadamente la verdadera grandeza del proceso español: una reconciliación cívica sin precedentes, construida sin imposiciones, sin vencedores ni vencidos, y capaz de integrar sensibilidades tan distintas como las que entonces convivían en el país. Ningún país europeo realizó una transición tan delicada de forma tan ejemplar. La Constitución no fue un ejercicio de nostalgia ni un gesto de ingenuidad: fue una apuesta por el futuro, por la convivencia y por la renuncia a la tentación de utilizar la historia como arma arrojadiza. Gracias a ese pacto, España pudo consolidarse como un Estado social y democrático de derecho, capaz de prosperar en libertad. Por eso, en un momento en que una parte del debate público parece obsesionada con revisar, reinterpretar o reescribir el pasado a conveniencia, conviene recordar que España no necesita leyes que dicten cómo debe recordarse la historia ni narrativas oficiales que impongan un relato único. Lo que necesita es recuperar la altura moral que permitió a los españoles de 1978 mirar más allá de sus diferencias y construir un proyecto común. Aquel espíritu no fue fruto de la ingenuidad, sino de la madurez política. Y es precisamente esa madurez la que hoy se echa en falta. La convivencia democrática exige generosidad, reconocimiento del pluralismo y una renuncia explícita a la lógica de la trinchera. Las trincheras sirven para la guerra, no para la política. Cuando se excavan desde el poder, no sólo dividen: impiden gobernar para todos y socavan la confianza en las instituciones. Celebrar este aniversario es recordar que la democracia exige cuidar lo que nos une y resistir a quienes, desde la propia estructura del Estado, prefieren seguir cavando trincheras mientras dicen defender la memoria.