Tribuna

Criticar a los jueces

La mentalidad totalitaria no soporta instancias que le digan que las cosas son o dejan de serlo a capricho

La rueda de prensa tras el pasado Consejo de Ministros consolidó la idea de que para el Gobierno no hay límites para atacar a la Justicia. Reparen que no hablo de un partido o de un líder, sino del Gobierno que mediante su portavoz ataca a la Justicia. Sobre esto ya poco podemos decir, pero la intervención en esa rueda de prensa del ministro del Interior sí permite añadir algo más. El ministro justificó hacer esas críticas porque cualquier poder del Estado puede criticar a otro, con respeto, eso sí, y lo preocupante sería no poder hacerlo.

Claro que se puede criticar a un juez. Ciertamente en los primeros años de la Transición aún se perseguía por desacato al periodista que osaba criticar a un tribunal. Tanto imponía la amenaza penal que aquel presidente del Atlético de Madrid –el doctor Cabeza– para evitarse problemas tuvo que pretextar que sí, atacó a los jueces en unas declaraciones, pero a los de línea. Levantada esa censura la crítica ha sido asumible siempre dentro de lo aceptable.

Pero esto es distinto. Lo es porque un poder critica a otro poder, a lo que se añade que los ataques vienen de un Gobierno aliado con unos partidos que no esconden su odio a la Justicia. Y lo de ahora es distinto también porque los roces no vienen por asuntos de gobierno, sino por razones personales, lo que no impide al gobernante emplear todos los medios del Estado para asuntos personales: ahí está el papelón del Ministerio Fiscal o de la Abogacía del Estado, mucho prestigio pero quedan como meros servidores de los intereses domésticos del príncipe absoluto.

El ministro del Interior parecía dar a entender que en esa normalidad democrática, cuando se ataca a un juez desde el Gobierno hay cierto equilibrio. Nada más lejos de la realidad. El juez está solo, carece de esa legión de asesores que rodean al gobernante, no tiene jefes de prensa, no puede hacer declaraciones, no puede defenderse ni contraatacar las críticas, no da ruedas de prensa, tampoco puede derivar su defensa a esbirros mediáticos, los motivos sobre lo que haga y resuelva deben ser razonados y sometidos a la censura de las partes y del tribunal superior. En cambio, el político tiene detrás al partido con toda una estructura bien financiada para la lucha por el relato, dispone de prensa afín o, sin más, de titularidad pública; puede externalizar el insulto, reservarse impolutas palabras de respeto a la Justicia y dejar el insulto a otros.

Esta forma de actuar ha llegado para quedarse. Mejor dicho, llegó hace ya tiempo porque son ya muchos los años con partidos gobernantes empeñados en que su hacer en política discurra siempre al borde del precipicio, al borde de la legalidad o de la constitucionalidad. Nada de ir por camino seguro. Cuando se opta por esta forma de hacer política tarde o temprano, el político acaba topándose con el juez y desde tiempo inmemorial su reacción ha sido la misma: atacarle, desprestigiarle o intentar controlarle y esto a todos los niveles, y a lo que nos muestra este Tribunal Constitucional me remito.

Quizás esto explique que la Justicia no salga bien parada en las encuestas sobre la estima ciudadana hacia las instituciones: años de corrupción son años de lluvia de ataques a la Justicia, lo que acaba produciendo esa desafección ciudadana y va cuajando la idea de que la Justicia es un actor más en el tablero de la lucha por el poder o por retenerlo.

La mentalidad totalitaria no soporta instancias que le digan que las cosas son o dejan de serlo a capricho. La semana pasada Jesús Rivasés daba cuenta en estas páginas del nuevo jefe de gabinete del presidente del Gobierno, un apologista de la mentira como esencia de la acción política, un servidor ideal para su señor. Pero hay que matizar, porque ese señor no es mentiroso, tampoco lo era Zapatero: ambos están en otra dimensión. El mentiroso es inmoral, sabe qué es verdad y qué no y sabe que miente; el amoral jamás miente porque para él no hay verdad ni mentira, sino conveniencia, por eso no tolera un juez que le contradiga, un juez que le diga que los hechos son lo que son, que está para dar con la verdad.

A la espera de una clase de gobernantes morales –ni «inmorales» ni «amorales»– ¿qué puede hacer la Justicia? Lo que pueda hacer el Consejo General del Poder Judicial ya lo sabemos: ahí está la colección tan voluminosa como ineficaz de comunicados repudiando los ataques a la Justicia; quizás el recién constituido, donde hay gente medida y sensata, encuentre otras fórmulas. ¿Y los jueces? pues seguir trabajando, apoyar al compañero acosado, aguantar, no amedrentarse y, en fin, que su actuar sea profesional.