Tribuna

Cuando los propietarios somos el enemigo

Al final, el problema de fondo no está en los contratos, ni en los índices, ni en los propietarios. Está en la falta de visión

Han pasado ya varios años desde que el debate sobre la vivienda se instaló en la primera línea del discurso político. Pero en lugar de avanzar hacia soluciones reales, seguimos atrapados en el mismo laberinto ideológico: uno donde el propietario se ha convertido en el villano y el mercado privado, en el chivo expiatorio de todas las carencias estructurales del sistema.

La última maniobra del Parlament, extrapolable a las propuestas del Ejecutivo del Gobierno nacional de esta misma semana, no hace más que confirmar una tendencia preocupante: las medidas sobre vivienda en Cataluña no buscan resolver el problema de fondo. Buscan votos. Y los buscan a costa de castigar a quienes, legítimamente, han invertido su dinero, su tiempo y su esfuerzo en una propiedad.

Porque llamemos a las cosas por su nombre: lo que se está haciendo es un acoso y derribo contra la propiedad privada. En vez de incentivar la construcción de vivienda social o fomentar la colaboración público-privada para aumentar la oferta, se nos señala a los propietarios como si fuéramos los responsables de la falta de pisos asequibles. Es una política tan simplista como dañina: el equivalente a culpar al camarero de que el restaurante no tenga reservas.

Ahora el objetivo es el alquiler temporal. Dicen que solo se permitirá la libre fijación de precios en casos “recreativos o turísticos”. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿qué es exactamente “recreativo”? Si un profesional viene a Barcelona un año para escribir un libro, ¿eso es trabajo o recreo? Si un estudiante extranjero decide quedarse unos meses mientras busca su rumbo, ¿dónde encaja? La redacción es tan ambigua que parece hecha a propósito para generar miedo e inseguridad jurídica.

Y ese miedo, créanme, ya está teniendo consecuencias. Muchos propietarios con los que trabajo han decidido no renovar contratos de alquiler. Otros directamente han optado por vender sus pisos. ¿Para qué arriesgarse a sanciones, a inquilinos eternos o a un índice de precios que no refleja la realidad del mercado? Si las reglas del juego cambian cada seis meses y siempre en tu contra, lo más lógico es bajarse del tablero.

El resultado es previsible: menos oferta, más tensión y precios al alza, justo lo contrario de lo que dicen querer evitar. Lo vivimos ya durante el mandato de Ada Colau, cuando se impusieron los primeros topes de alquiler. El mercado se contrajo, los propietarios se fueron y los pisos disponibles pasaron a manos de quien podía pagarlos, no de quien más los necesitaba. La historia se repite, pero con más burocracia y menos sentido común.

Porque esa es la gran paradoja: se aprueban medidas “en defensa de los inquilinos” que acaban perjudicándolos. Si la demanda sigue siendo altísima y la oferta se reduce, los precios no bajan, se trasladan al mercado negro o a acuerdos opacos. Y los más vulnerables, aquellos a quienes supuestamente se quiere proteger, se quedan fuera del tablero.

Mientras tanto, el Govern anuncia la compra de viviendas de InmoCaixa o plantea prohibir la “compra especulativa”. Todo suena muy épico, muy de titular, pero se trata de medidas simbólicas que no atacan la raíz del problema: la falta de vivienda pública y la lentitud administrativa que hace imposible sacar suelo al mercado. No hay inversión privada porque no hay seguridad jurídica. No hay construcción porque nadie quiere arriesgarse a que el marco legal cambie antes de terminar la obra. Y sin nueva oferta, no hay solución posible.

Pero claro, esto no da votos. Construir vivienda pública requiere años, planificación, presupuestos y, sobre todo, responsabilidad. Regular el mercado privado es más rápido, más ruidoso y, para ciertos partidos, más rentable electoralmente. Es el populismo del ladrillo: prometer pisos baratos a base de decretos que solo consiguen asustar al pequeño propietario y ahuyentar al inversor.

Como profesional que lleva décadas ayudando a personas a comprar, alquilar o invertir en vivienda en Barcelona, me duele ver cómo se deteriora el mercado por decisiones políticas cortoplacistas. No estoy defendiendo la especulación ni los abusos; estoy defendiendo algo tan básico como el equilibrio. Si seguimos cargando todo el peso del problema sobre el propietario, pronto no habrá mercado que sostener.

Barcelona se merece una política de vivienda seria, realista y estable. Una que incentive, no que castigue. Una que entienda que la vivienda no se garantiza atacando a quien la ofrece, sino construyendo más, gestionando mejor y planificando a largo plazo.

Porque, al final, el problema de fondo no está en los contratos, ni en los índices, ni en los propietarios. Está en la falta de visión. En un país donde legislar se ha convertido en una herramienta de campaña y no en un instrumento de progreso. Y así, mientras seguimos atrapados en debates ideológicos, el mercado se enfría, la oferta se evapora y los ciudadanos —inquilinos y propietarios— pagan la factura del populismo.

Iñaki Unsain. Personal Shopper Inmobiliario