Apuntes

Una democracia no aplica la pena de muerte sin juicio

Hasta la vieja «ley de fugas» se blanquea en este prostíbulo intelectual de las redes sociales

En poco más de un mes, las fuerzas armadas estadounidenses han matado sin juicio previo y sin más prueba que la acusación bajo palabra de un representante gubernamental a 76 presuntos traficantes de drogas en aguas internacionales del Caribe y el Pacífico meridional. Se trata de ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por el Gobierno de una democracia asentada, en cuyo corpus legislativo no se prevé la pena de muerte para los culpables de trasegar con sustancias estupefacientes. Washington se justifica en que el daño social y humano que causan los opioides en Estados Unidos, lo que es un hecho, es lo suficientemente grave como para calificar de «terrorismo» el contrabando de drogas y actuar en consecuencia, como si los narcos fueran combatientes enemigos. Es delirante, pero al mundo, por lo visto, se la trae al pairo el asesinato en frío, desde la seguridad de una cabina de pilotaje en tierra, de unas personas a las que nadie se ha molestado en preguntar en qué circunstancias se embarcan en unos viajes que, a la postre, resultan suicidas. Preguntas que el secretario de Defensa Pete Hegseth, que da los partes de hundimientos y bajas con el mismo tonillo afectado que si fuera la batalla de Guadalcanal, debería hacerse antes de ordenar apretar el gatillo. Por ejemplo, si algunos de los tripulantes de las lanchas han embarcado bajo coacción y amenaza a la vida de sus familiares, cuestión que, se me ocurre, podría resultar en un atenuante penal muy cualificado por «miedo invencible» o, en su caso, llevar a la colaboración del reo con la justicia, facilitando la identificación y detención de los capos, esos tipos que, crea lo que crea el señor Hegseth, nunca verá subirse a una lancha. En fin, esos detalles que tiene el engorroso sistema de instrucción penal en una democracia digna de ese nombre y que tanto parece molestar a los populistas de bragueta fácil. Nada que no sepamos de este mundo de las redes sociales en el que se ha perdido la jerarquía de los hechos, convertidos en meros relatos de poder, y en el que las ocurrencias actúan como cortinas de humo de las realidades que no queremos ver. Qué cosas. La «aldea global» de Marshall McLuhan ha resultado ser un inmenso prostíbulo intelectual en el que hasta la vieja «ley de fugas» se blanquea de nobles propósitos y alardes tecnológicos. Pero, ya les digo, la realidad es tozuda. Y la realidad del consumo de drogas en Estados Unidos nos habla de un problema estructural y social que Trump no va a resolver por más narcos que asesine a misilazos. Un par de datos: entre 2015 y 2022, las capturas de fentanilo procedente de México en la frontera han pasado de 32 kilos a más de seis toneladas. En 2024, las muertes por sobredosis de opiáceos en Estados Unidos fueron 80.391, la cifra más baja en cinco años, sí, pero no significa que el consumo se haya reducido, sino que se han acentuado las precauciones y, por ejemplo, ya se dispensa sin receta la naloxona, que es muy eficaz para recuperarse de la sobredosis. La epidemia de opioides no la causaron los ahora llamados narcoterroristas, sino los médicos del común, recetando analgésicos mágicos como gominolas. Basta con leer los informes de la Sanidad Militar norteamericana, porque fue en el Ejército, por razones obvias, donde el uso de los analgésicos fue más liberal. El 20 por ciento de los suicidas en Estados Unidos fueron veteranos de guerra, pero, a Trump, eso le da igual.