El buen salvaje

Dios salve a Carlos III (con permiso de la política)

Si esta monarquía, y por imitación, las que quedan en Europa, que no son pocas, mantienen el aura a la vez que aprenden a cuánto están los garbanzos, los republicanos tendrán que hacer cola antes de ver caer las testas coronadas

La ceremonia de coronación de Carlos III fue un capítulo de «The Crown» alargado. Si los guionistas (ahora en huelga) aguantan un poco más hasta podrían hacer como un «Cuéntame», que estuvieron a punto de llegar a un hipotético futuro con una España plurinacional.

Lo maravilloso del capítulo de ayer es que se vive como lo que debe ser la monarquía inglesa, una institución que respira por el misterio, la solemnidad y la pompa. Fuera de ese drama adornado de felicidad, lejos de esos personajes que unen a los ingleses con Dios y sus más lejanos antepasados, no podría haber más que un souvenir en forma de azucarero, que es lo que uno imagina cuando hablan de «modernizar». Es imposible modernizar una monarquía así; y cualquier intento resulta contraproducente, de la misma manera que «modernizar» las religiones nos ha llevado a un enjambre de ateos creyentes en dioses tan minúsculos como un político. Cuando la monarquía viaja en metro transmite una peligrosa idea: que los reyes son como cualquier ciudadano por lo que cualquier ciudadano puede ser un rey, que es lo que defendería Macron ante una nueva guillotina. La Inteligencia Artificial podría aprender a ser presidente, pero sospecho que una máquina no lograría reinar bien.

La gloria de Carlos y Camilla debe estar lejos del pub y el mercado. Si Shakespeare viviera, y no estuviera en huelga, escribiría la maravillosa historia de esta pareja, embadurnada de amor, traición, odio, muerte y resurrección con final feliz. Tiene algo de Hamlet y de Lady Macbeth susurrando al oído del hoy rey que un día serían coronados ante un mundo atónito y dispuesto a ir a la guerra sin blasones ni honor.

Los reyes que Shakespeare nos ha regalado, los buenos y los malos, sobre todo estos últimos, un Ricardo III por ejemplo, ya entrelazan una dinastía en el tiempo que vive en nuestro inconsciente de tal manera que, al cabo, la monarquía se convierte también en literatura que es lo que queda cuando el misterio empieza a descubrirse.

Que los soberanos sean el pueblo es decirle a un niño que los reyes son los padres. Si esta monarquía, y por imitación, las que quedan en Europa, que no son pocas, mantienen el aura a la vez que aprenden a cuánto están los garbanzos, los republicanos tendrán que hacer cola antes de ver caer las testas coronadas porque los hombres necesitamos de algún recodo si quiera falsamente sagrado y porque después del rey y de Dios, solo quedará matarnos a nosotros mismos.