Apuntes
Donald y Stormy, breve historia de un equívoco
La chica no quería dinero, buscaba una carrera política o salir en la tele sin tener que quitarse la ropa
Lo de Donald Trump y Stormy Daniels, el nombre artístico de la señora Stephanie Clifford, actriz, productora y guionista de películas porno, tiene toda la pinta de ser un malentendido. Me explico. Donald entendió que ella quería dinero y la mujer lo que pretendía era, con la ayuda del magnate, forjarse una carrera en la política o salir en la tele sin tener que quitarse la ropa. De hecho, hizo una incursión presentando su candidatura a senadora por Luisiana en 2009, pero una discusión marital, que acabó a tortas, dio al traste con sus posibilidades, que no eran pocas, teniendo en cuenta que a su rival le habían pillado con unas putas. Mientras se mantuvo el equívoco, entre 2006 y 2010, la Stormy siguió viendo esporádicamente al magnate, que, según la actriz, no era, precisamente, un portento en la cama. La acusación de que la tenía pequeña suena más a calumnia que a descripción anatómica, pero explica el deterioro de la relación.
Y, entonces, Donald se presenta a la presidencia del país más poderoso del mundo y la Stormy se pasa por el arco de triunfo el sagrado secreto profesional que obliga a los periodistas y a las prostitutas, por citar dos profesiones concomitantes, y plantea el habitual chantaje. Donald traga, entre otras cosas, porque en 2006, cuando se llevó a la chica a la habitación de un hotel, su actual mujer acababa de dar a luz a su hijo, y esas cosas las mujeres se las toman muy a mal. Encarga a Cohen, su mano derecha, admirador y amigo, que pague la extorsión, 132.000 dólares, que ya luego arreglarían cuentas. Si se mira, no le fue tan mal, ya que Bill Clinton pagó 850.000 dólares en noviembre de 1998 para cerrar una demanda de acoso sexual a una tal Paula Corbin, forzado a tapar un frente para pelear en otro: el de la Lewinsky. Clinton hizo más, como ordenar bombardeos sobre Sudán e Irak, coincidiendo con las fechas claves de su procesamiento por perjurio y obstrucción a la justicia, acusaciones de las que salió parlamentariamente absuelto.
Donald, sin embargo, sufrió el destino de los que ceden al chantaje, porque, en octubre de 2016, un mes antes de las elecciones, la Stormy comenzó a cantar de plano –lo que luego le costaría tener que indemnizar a su víctima, sí, Trump, con 300.000 dólares–, aunque sin efectos decisivos sobre el resultado electoral. Que Trump era un golfo, grosero y sin respeto alguno por la mujer resbaló sobre un electorado republicano que venía escarmentado con Obama. El resto de la historia es conocido. Donald no sólo tiene ahora que afrontar el desprestigio personal –en ciertos vestuarios, los que frecuenta Trump, que una reina del porno divulgue que has sido el peor amante que ha pasado por su cama no te hace muy popular–, sino que se enfrenta a unos cargos bastante sólidos, entre otros, falsificación de documentos contables y delito de financiación irregular de su campaña, que pueden dar con sus huesos en la cárcel. Y todo esto, por ese equívoco del principio.
A nosotros nos pasó con Bolívar. El chico quería que el Rey le concediera cargos y honores militares que no le correspondían y, ante la negativa, humillado, nos declaró la guerra a muerte, que ya me dirán que nos hubiera costado otorgarle un titulito. Pero, volviendo a Trump, queda claro que nunca estuvo bien asesorado. Si la chica Stormy tenía aspiraciones políticas, como parece evidente, en lugar de esa miseria de los 130.000 dólares se le ofrece un puesto en la Vicepresidencia, la Secretaría de Vivienda, la de Asuntos Sociales o la de Cultura, que son los departamentos que menos pintan, y santas pascuas. Porque, al final, todo el mundo se entera de que la tienes pequeña.
✕
Accede a tu cuenta para comentar