
Tribuna
Dos años de oscuridad y luz
Israel vive. El pueblo judío vive. Y mientras su luz siga encendida, todavía hay esperanza para un Occidente que, si quiere sobrevivir, deberá recordar quién es, de dónde viene y qué valores juró no volver a traicionar

Hace dos años, el 7 de octubre de 2023, el mundo contempló el rostro del mal. Israel fue atacado con una crueldad que creíamos imposible en pleno siglo XXI. Desde entonces, lo que ha ocurrido no es solo una guerra, sino una radiografía moral de Occidente: su fragilidad, su desmemoria y su falta de coraje frente a la verdad.
Han pasado dos años desde aquel amanecer del 7 de octubre, cuando Israel despertó en el infierno. Era sábado, Simjat Torá, la fiesta de la alegría de la Torá, la celebración de la vida y la fe. Pero ese día, la alegría se transformó en espanto. Más de mil doscientas personas fueron asesinadas y más de doscientas cincuenta fueron secuestradas como rehenes por terroristas de Hamás que irrumpieron en un festival de música, en kibutzim y hogares con una crueldad inconcebible. Mujeres violadas, niños degollados, ancianos arrastrados como trofeos humanos a Gaza, familias enteras exterminadas. Fue el mayor asesinato de judíos desde la Shoá.
Durante unas horas, el mundo pareció estremecerse. Los titulares hablaron de horror, de barbarie, de terrorismo. Pero bastaron pocos días para que el relato se invirtiera. Los mismos que lloraban a las víctimas empezaron a justificar a los verdugos. Los campus universitarios, los parlamentos, las calles y hasta los medios de comunicación se llenaron de consignas que glorificaban la violencia y culpaban a Israel de su propia tragedia. El agresor se convirtió en héroe, la víctima en sospechosa. Y el silencio –ese silencio que siempre precede al olvido– volvió a instalarse en Europa.
Lo que ha ocurrido desde entonces no es solo una guerra entre un Estado y una organización terrorista: es una crisis moral del mundo occidental. Una crisis que desnuda la fragilidad de sus valores, la cobardía de sus dirigentes y la confusión de sus sociedades. Occidente, que juró «nunca más» después de Auschwitz, ha vuelto a callar ante el antisemitismo, ahora disfrazado de causa justa. España, con su historia de expulsión, silencio y reconciliación tardía con el pueblo judío, debería haber aprendido algo. Pero una vez más, ha preferido mirar hacia otro lado.
El pueblo judío no pide compasión. Pide memoria, justicia y respeto. Israel no lucha por venganza, sino por sobrevivir. Defiende su derecho elemental a existir, frente a quienes lo niegan desde las escuelas que enseñan el odio, desde los púlpitos que predican la destrucción y desde las instituciones internacionales que legitiman a los verdugos y condenan a las víctimas. Y lo hace –pese a la soledad, pese a la incomprensión– con una fuerza que no nace del odio, sino del amor a la vida.
En estos dos años, Israel ha mostrado lo que significa resistir con dignidad. Ha llorado a sus muertos, ha buscado a sus rehenes, ha enterrado a sus hijos y ha seguido enseñando a sus niños. Sus hospitales atienden a heridos palestinos, sus científicos siguen innovando, sus artistas crean entre sirenas. Esa obstinación en vivir, en avanzar, en creer, es la más poderosa respuesta al terror.
Mientras tanto, el antisemitismo ha mutado en discurso académico, en pancarta universitaria, en manifestación callejera. Ya no se presenta con símbolos nazis, sino con lemas de «liberación» y «justicia». Pero el odio es el mismo: la negación del derecho del pueblo judío a existir. Decía Emil Fackenheim que los judíos tienen un mandato después del Holocausto: no concederle a Hitler una victoria póstuma. Y eso hacen, cada día, con cada acto de vida, de creación, de fe.
La pregunta que debería inquietar a Europa no es qué hace Israel, sino qué ha dejado de hacer Occidente. ¿Dónde están sus líderes morales, sus intelectuales, sus artistas, sus universidades? ¿Dónde están los que deberían alzar la voz cuando la verdad se tergiversa y la historia se reescribe? ¿Qué queda de la cultura que enseñó al mundo el valor de la dignidad humana?
Occidente nació de la herencia judeocristiana, de la idea de que la vida es sagrada, de que la libertad y la justicia son principios no negociables. Hoy parece haber olvidado esas raíces, entregado al relativismo y al miedo a pensar distinto. Defender a Israel no debería ser un gesto político, sino un acto de coherencia moral. Porque quien calla ante el antisemitismo, acaba siendo su cómplice; y quien abandona a Israel, abandona los cimientos mismos de la civilización que dice defender.
Israel sigue en pie. Cansado, herido, pero vivo. Y esa vida –que se renueva cada día entre los escombros, en los hospitales, en las escuelas, en los campos del Néguev o en las calles de Tel Aviv– es la victoria más luminosa frente a la barbarie. El pueblo judío ha elegido una y otra vez la vida, incluso cuando el mundo le ha dado la espalda. Ha elegido construir cuando otros destruyen, curar cuando otros matan, educar cuando otros adoctrinan.
De estos dos años de oscuridad y luz, el gobierno de España, partidos políticos, algunos medios de comunicación y el mundo occidental deben sacar conclusiones profundas:
Que sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay paz.
Que el silencio ante el odio es complicidad.
Que una civilización que reniega de sus raíces pierde su alma.
Que la libertad se defiende cada día, o se pierde para siempre.
Y que la esperanza –esa palabra tan judía– no es ingenuidad, sino la forma más valiente de resistencia.
Israel vive. El pueblo judío vive. Y mientras su luz siga encendida, todavía hay esperanza para un Occidente que, si quiere sobrevivir, deberá recordar quién es, de dónde viene y qué valores juró no volver a traicionar.
Am Israel Jai
Esther Benarroches miembro de la Comunidad Judía de Madrid
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