Jordi Cuixart
Aceptar el acoso a la justicia es una derrota del estado de derecho
Fue en las elecciones autonómicas de 2012 cuando el partido de Artur Mas, todavía llamado CiU, incluyó en su programa el derecho de Cataluña a un «estado propio». Ahora sabemos que construir «estructuras de estado» era acabar con el Estado de Derecho. Se han incumplido reiteradamente las leyes, de la Constitución al Estatuto, y se ha prevaricado incluso las resoluciones del TC. Ha sido tal su desprecio a la legalidad que se permitieron acudir en manifestación cuando algunos de los líderes independentistas han tenido que declarar ante los tribunales, se supone que con la intención de presionar, amedrentar a los jueces y cambiar con ello el sentido de su sentencia. El presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC), Jesús María Barrientos, ya ha advertido que es «injusto y peligroso socialmente difundir sospechas sobre la independencia de los jueces». Esta presión ha ido en aumento, al punto de que se han producido pintadas, atentados contra el patrimonio y hasta cortes de suministro eléctrico en domicilios de jueces y fiscales en Cataluña, como el ministro de Justicia, Rafael Catalá, denunció ayer en el Congreso. Durante el juicio el pasado mes de febrero contra Mas, Homs, Rigau y Ortega por la celebración del referéndum ilegal del 9-N fue habitual que los alcaldes independentistas acudieran con sus intimidatorias varas a las escalinatas del Palacio de Justicia de Barcelona, incluso que la Fiscal jefe en esa plaza fuera increpada al grito de «fascista» y «vete de Cataluña». La misma fiscal Ana María Magaldi ha denunciado ahora que ha sido víctima de uno de estos sabotajes en su segunda residencia. No es la primera vez que sucede y es alarmante que se acepte como algo normal que se pueda interferir, incluso obstruir, la acción de la justicia. Lo pudimos ver el pasado 20 de septiembre en la concentración a las puertas de la Consejería de Economía de la Generalitat durante un registro de la Guardia Civil por orden del juez. La escena de los dirigentes de la ANC y Òmnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart –ahora en prisión preventiva–, encima de los coches de los agentes judiciales arengando a los manifestantes fue el ejemplo más claro de la ilimitada impunidad con la que ha actuado el independentismo. Incluso hemos llegado a ver a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, encabezar una protesta a las puertas de los tribunales, ya no respetando la labor de la justicia, sino sin mantener las mínimas formas democráticas en las que existe la división de poderes entre el legislativo que ella representa y el judicial. Así las cosas, no es de extrañar que en la finiquitada Ley de Transitoriedad –o esbozo de futura constitución de Cataluña– se dijese que «el presidente o presidenta del Tribunal Supremo es nombrado por el presidente de la Generalitat» (artículo 66.4). Parece que saltarse el principio democrático básico de la separación de poderes estaba en los cálculos de la frustrada república catalana. Hace tan sólo dos días, el presidente del TSJC ha llamado la atención sobre las peticiones de jueces para ser trasladados de Cataluña a otra comunidad alegando «situación de tensión personal» a raíz del proceso independentista. La situación es preocupante porque la movilidad de jueces en Cataluña «es más elevada de lo deseable desde hace tiempo». Aceptar el traslado de un magistrado por el conflicto desarrollado en Cataluña sería una daño al Estado de Derecho, de ahí que el orden debe ser preservado para asegurar la acción de la Justicia.
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