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Cataluña merece elecciones ya
Los trece autos dictados ayer por el juez de la Audiencia Nacional José de la Mata –uno de ellos con la citación para el próximo 10 de febrero del ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol y de su esposa, Marta Ferrusola, en calidad de investigados por un delito continuado de blanqueo de capitales– auguran uno de esos «macroprocesos» que acaban por sacudir no sólo a sus directos implicados, sino las propias estructuras políticas e institucionales de toda una sociedad. No en vano, el relato judicial describe la existencia –siempre supuesta en este momento procesal– de un entramado, tejido por la familia Pujol de cuentas bancarias opacas, a las que se dirigían las transferencias de dinero en metálico procedentes de empresas y personas físicas directamente entroncadas con el sector público. El juez señala, también, que no existen negocios lícitos que justifiquen el incremento patrimonial de la familia Pujol, detecta prácticas anómalas en el ámbito de las operaciones comerciales ordinarias y denuncia la existencia de abonos e ingresos cuyo origen es inasimilable a una actividad legal. En definitiva, la disección fría con el escalpelo del lenguaje forense de una trama de corrupción política, extendida en el tiempo y que implica directamente a la figura, sin duda, más determinante en el devenir de Cataluña desde la Transición. De hecho, sería un error tratar de deslindar la peripecia judicial del ex presidente Pujol de la grave crisis institucional y social que atraviesa la sociedad catalana, cuyo mejor reflejo es la situación de «impasse» político a la que una minoría antisistema tiene sometida a la presidencia de la Generalitat. No es, pues, posible disociar el estallido del «escándalo Pujol» con la paladina confesión del ex presidente de que había mantenido oculta una fortuna durante décadas, de la huida hacia adelante de su criatura política y sucesor al frente del partido y, luego, de la Generalitat, Artur Mas, que no sólo ha llevado la división estéril al nacionalismo catalán, entregando a la extrema izquierda el destino de Cataluña, sino que arrastra a una parte de la sociedad a la que estaba llamado a servir hacia un camino que no tiene otro final que la frustración. Tal vez Artur Mas consiga hacer creer a los antisistema de la CUP, como insistió ayer en su intervención de final de año, que el éxito del proceso separatista está indisolublemente ligado a su persona, pero, con ello, sólo conseguiría aplazar unos meses lo inevitable, poniendo sus intereses personales por encima del interés general de los catalanes. No es un secreto que sus oportunistas aliados de última hora, ERC y la constalación de entidades soberanistas crecidas a la sombra de los republicanos, tienen preparada la estrategia de sustitución, el asalto al poder, para cuando el proyecto separatista, que ni es seguido mayoritariamente por los catalanes ni tiene viabilidad en nuestro sistema Cosntitucional, se revele como lo que siempre ha sido: el fruto del aventurerismo de quien se sintió incapaz de afrontar las consecuencias de la grave crisis económica y financiera internacional que ha afectado a todos. El problema para Cataluña y, por lo tanto, para el resto de España, es que el desprestigio en el que se ha sumido Artur Mas, la situación de debilidad y desconcierto a la que ha llevado a su partido, que no deja de perder apoyos elección tras elección, y el enfrentamiento, más dañino cuanto más inútil, con las instituciones del Estado son circunstancias que no hacen más que favorecer a la izquierda antisistema, que las utilizará como ariete para romper al actual sistema democrático. Detrás de la vocación separatista de la CUP lo que de verdad cuenta es su voluntad de destruir la economía de libre mercado. La única salida que le queda a Artur Mas, por el bien de todos, es su renuncia a la política y la convocatoria de elecciones.
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