El desafío independentista

Democracia frente a separatismo

La Razón
La RazónLa Razón

Hay que evitar el dramatismo con el fin de mantener la lucidez suficiente para abordar la esencia del plan independentista en Cataluña: de imponerse sobre el conjunto de los españoles, sería una derrota de la democracia. Lo que se aprobó ayer en el Parlamento catalán fue una declaración unilateral de independencia, es decir, una ruptura con el Estado español, aunque nos ahorraron el bochornoso espectáculo de oír de nuevo los viejos agravios históricos y algo más importante que se ocultó intencionadamente: las consecuencias que tendría en el bienestar de catalanes y españoles. La aprobación de ayer fue un acto execrable porque no se ajusta a la legalidad, se basó en una burla aderezada con prosa tan grandilocuente como vacía y radicalismo de manual, y no se respetó la mínima formalidad requerida para una declaración de esa trascendencia: si para reformar el Estatuto de Autonomía se requieren dos terceras partes de votos de la Cámara a favor, es un abuso despótico que para decidir la independencia sólo sea necesario poco más del 50%. Pero no entraremos en esos juegos minados a los que nos tienen acostumbrados los nacionalistas, unas trampas retóricas para argumentar que es necesario un «Estado nuevo» –de reminiscencia salazarista y corporativo– que resuelva la justicia social, la igualdad y la reconciliación entre ciudadanos pobres y ricos siempre que sean catalanes y, por lo tanto, erradicando el debate de ideas y el contraste de opiniones. Hablamos de un Estado con una clara tendencia a la uniformidad. Un Estado construido sobre estas bases es lo más parecido al totalitarismo descrito por Hanna Arendt: la anulación de la pluralidad y de la diversidad humanas. Aunque estamos acostumbrados a oír que España es culpable de todos los males de Cataluña –desde la corrupción integral de CDC hasta la privatización de la Sanidad–, no deja de reflejarnos la bajeza moral del nacionalismo al ocultar sus carencias en la gestión de los asuntos públicos –dicho después de 30 años de autogobierno, va más allá del cinismo: es desvergüenza en el mentir, según el diccionario de la Lengua española– para armarse de razones en la proclamación de la independencia, precisamente anunciado desde uno de los territorios más prósperos de Europa. Vuelven las instituciones catalanas a situarse en la ilegalidad, tanto la presidencia como el Parlamento, jactándose, además, de que no cumplirán las «leyes españolas» ni, por supuesto, la sentencia del Tribunal Constitucional. Conviene tener claro que la responsabilidad de lo sucedido ayer es única y exclusiva de los 72 diputados que votaron a favor, así como de la propia presidenta del Parlamento. Por lo tanto, no entremos en el juego de las simulaciones, sino en la aplicación estricta de la Ley. El Consejo de Ministros se reunirá mañana para aprobar el recurso que presentará ante el Tribunal Constitucional, previo informe del Consejo de Estado. El Gobierno, como ayer reiteró Mariano Rajoy en Béjar, pedirá la suspensión cautelar de la moción, que se hará efectiva en el momento en que el Alto Tribunal acepte a trámite el recurso. Sabemos que la deriva provocadora de Artur Mas y los líderes del independentismo les llevará a no obedecer. En este sentido, dicha suspensión será comunicada a la presidenta del Parlamento catalán «para que tenga en cuenta que la iniciativa recurrida no tiene ningún valor y no puede tener ninguna consecuencia». Tampoco ayer se habló de las consecuencias inmediatas de una declaración de independencia. Entre los argumentos a favor de Junts pel Sí y de la extrema izquierda de la CUP, en ningún momento se habló de algo tan básico como que Cataluña quedaría fuera de Europa. Jean-Claude Juncker, como presidente de la Unión Europea, ya anunció que «el territorio de un Estado miembro está determinado por el Derecho constitucional nacional y no por una declaración de un Parlamento autonómico contraria a la Constitución de este Estado». La anormalidad del «proceso» llevó a que, una vez aprobada la resolución, diese comienzo el debate de investidura del candidato Artur Mas. Es patético ver al máximo responsable de este golpe al Estado ofreciéndose para presidir de nuevo la Generalitat, él, que no es un ejemplo ni moral ni político de lealtad al conjunto de la sociedad catalana. Mas encarnó ayer la imagen esperpéntica del general que después de llamar a la insurgencia, se ofrece como remedio. Si Cataluña no reconoce que se sitúa abiertamente en la ilegalidad, indicará que sufre unas carencias democráticas graves. La pregunta es: ¿y ahora qué? Ante todo, debemos ser conscientes de que el choque se produce entre los defensores de los principios democráticos universales y los separatistas que no respetan la legalidad, una coalición formada por nacionalistas que quieren hacer valer privilegios históricos y la extrema izquierda eurófoba. Desde las páginas de LA RAZÓN defendemos la unidad de España, la Constitución y la igualdad entre territorios, única bandera que una nación libre puede levantar con orgullo. Como señaló ayer Mariano Rajoy en lo que ya podemos llamar la «declaración de Béjar», «nos ha costado mucho llegar hasta aquí, y vamos a preservar todo lo bueno que hemos logrado juntos».