Nacionalismo
El diálogo imposible con el independentismo
En las relaciones entre el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña conviene precisar siempre el punto en el que nos encontramos. Son relaciones densas, cargadas con un lenguaje que los nacionalistas bordan hasta despertar los más viejos litigios, con reivindicaciones que van más allá de la política racional y esa perversa contradicción de querer dialogar con el representante de un Estado al que quieren diezmar a través de la segregación de una parte de él. Lo nunca visto. Por lo tanto, hay que echar mano del libro de bitácora para situarnos en el punto exacto, y éste es: el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, fue elegido con el apoyo de los independentistas de Junts pel Sí y los anticapitalistas de la CUP para llevar a Cataluña hasta la independencia en el plazo de 18 meses. Su misión, entre otras, es crear «estructuras de Estado». Con estas condiciones aceptó la presidencia y no ha rebajado ni un decibelio el volumen, aunque sí ha cambiado de nota, propiciado por el hecho de que en un año y dos meses –¿en junio de 2017?– Cataluña declararía la independencia. Produciría vértigo, de no ser porque es un cálculo hecho fuera de la realidad y gestado desde un nacionalismo milagroso (lo cura todo, pero no tiene remedio para nada). Aun así, el presidente de la Generalitat expuso ayer en La Moncloa el plan de «desconexión» y, como es lógico, Mariano Rajoy le recordó que «sin ley no cabe hablar de democracia». Y, para que no haya malos entendidos dejó muy claro que no aceptaría un referéndum en el que estuvieran en juego la unidad territorial y la soberanía de los españoles. Las dificultades que el Gobierno tiene en estos momentos para hablar seriamente de los problemas de Cataluña –aquellos que tienen solución política, no los derivados de una «lista de agravios» envenenados– es el interlocutor mismo: la desaparición de la centralidad que suponía el catalanismo moderado como agente capaz de comprender los problemas del Estado y llegar a sentirse parte de él. Sobre las bases maximalistas expuestas ayer por Puigdemont, por más buena voluntad que ponga y demuestre apego al cargo –no en balde tiene fecha de caducidad–, es difícil dialogar porque se hablan lenguajes diferentes. El Gobierno siempre ha reiterado su oferta de diálogo si ésta no sobrepasa el marco legal de la Constitución y se aparcan las reivindicaciones identitarias por aquellas que están al alcance de la política y, de manera especial, la financiación que, en contra del independentismo, no se ha descuidado, como demuestra el hecho de que Cataluña recibirá 1.862 millones de euros más en 2016 y que sea la comunidad con mayor presupuesto para inversiones en infraestructuras. La Generalitat, como las otras administraciones territoriales, debe tomar posición sobre el límite de déficit, incluso si, como afirman, es «inasumible» (0,3% en 2016), o participar activamente en una reforma de la financiación autonómica que incluya al conjunto de las autonomías, pero de nada sirve convertir los problemas de hacienda en nueva munición para su interminable «proceso», además de ser políticamente muy cómodo. La realidad es que la Generalitat tiene en estos momentos una total dependencia financiera del Estado y el Gobierno está empeñado y tiene la obligación de que las inversiones en Cataluña se mantengan. Si por parte del nacionalismo catalán no hay un cambio de posición que modifique la «hoja de ruta» de los 18 meses (ahora 14) para declarar la independencia, es imposible abrir una vía real que reconduzca la situación.
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