Política exterior

El populismo no debe ahogar a México

Cuando un político agita la historia y tira de la muleta del agravio pretérito es porque las cosas del presente no le van bien. Es, exactamente, el caso del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, elegido para el actual sexenio al frente de una coalición de la izquierda radical, que parece dispuesto a recuperar el manido populismo indigenista sobre el que la república mexicana trató de forjar su nueva identidad, mientras, y no deja de ser una cruel ironía, sus clases dirigentes extendían una política de rapiña sobre las tierras indias, llegando a la deportación en masa de los yaquis de Sonora y de los mayas de Yucatán durante el porfiriato. Sin duda, López Obrador, nieto de un español de Cantabria, no pretendía con su inapropiada y anacrónica exigencia al Rey de que pida perdón por los hechos de la conquista de Tenochticlán –de la que se cumplirán 500 años en 2021– abrir una crisis en las relaciones con España, pero no era una cuestión que nuestro Gobierno, que ha actuado impecablemente en este caso, pudiera dejar pasar sin expresar el más firme rechazo. Hay foros académicos idóneos para tratar todos los aspectos de una historia común de tres siglos, fascinante, por otra parte, y sería lo más lógico que ambos países abordaran las próximas conmemoraciones centenarias desde la coordinación de esfuerzos y tratando de evitar el «presentismo» pueril, esa disfunción metodológica que proyecta el pasado desde la mentalidad del presente. Por supuesto, este brote de «nacional-populismo», en certera descripción del portavoz de la Ejecutiva Federal del PSOE y alcalde de Valladolid, Óscar Puente, en nada afectará a los lazos de todo tipo que unen a españoles y mexicanos, que han demostrado su fortaleza por encima de los avatares políticos, pero puede contribuir a minar la confianza inversora y empresarial foránea, ya recelosa ante las primeras decisiones económicas y administrativas adoptadas por el nuevo Gobierno mexicano. La suspensión de la construcción del nuevo aeropuerto de México, que iba a ser la mayor obra civil de Iberoamérica y en la que participaban empresas españolas, no sólo ha supuesto unas pérdidas de 5.200 millones de dólares para la Hacienda azteca, sino que ha retraído las inversiones extranjeras en un momento en el que el país experimenta una clara desaceleración económica y precisa de fuertes inyecciones de capital para su industria petrolera, PEMEX, que atraviesa una crisis de producción, con caídas no vistas desde 1979 y se ve obligada a importar el 75 por ciento de la gasolina y el diésel que consumen los mexicanos por falta de refinerías capaces de trabajar con crudo pesado. Junto a los problemas económicos, que con las fórmulas de intervención pública que propugna la coalición gobernante no parece que se vayan a solucionar en el medio plazo, la inseguridad y el crimen siguen representando el mayor desafío político para López Obrador. Si el presidente mexicano decidió, unilateralmente, que la guerra contra el narcotráfico había terminado, los hechos no parecen darle la razón: en los primeros meses del año, el número de asesinatos fue el más alto de los registrados desde 2006, cuando comenzaron las operaciones a gran escala contra los carteles de la droga. Unas 7.200 personas han muerto a manos de los narcos en enero y febrero, obligando al Gobierno a mantener al Ejército en las calles. México tiene, pues, suficientes problemas en el presente como para volver a escudarse, como en los tiempos trágicos de sus guerras civiles, en los supuestos malvados españoles del pasado. Pero, también, México posee la inteligencia y los medios para seguir siendo una de las grandes potencias económicas y culturales del mundo, incluso con el lastre de los viejos populistas de izquierda.