El desafío independentista
El separatismo calienta el 11-S para maquillar su falta de apoyos
Recordemos en qué punto estamos en la hoja de ruta del proceso secesionista catalán. Tras las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015, en las que Convergència quiso maquillar su debacle asociándose con la oposición, esto es, con ERC –cosas del nacionalismo integral–, bajo el nombre de Junts pel Sí, aunque a duras penas sumaron los votos que tienen por separado –perdieron 14.331–, se pactó una hoja de ruta a cumplir en 18 meses. Un mes después, el 27 de octubre, el Parlament aprobó una «solemne» declaración: el inicio de «un proceso de creación del Estado catalán independiente en forma de república». Fue recurrida y suspendida por el Tribunal Constitucional. Dicha declaración fue la condición para que los antisistema de la CUP apoyaran al actual presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. El pasado 27 de julio, la Cámara catalana aprobó la vía unilateral hacia la independencia y, de paso, desobedeció al TC. Hay que decir que estas resoluciones salieron adelante sólo con la mayoría simple, proporción que responde a la realidad social catalana: el independentismo nunca ha superado el 50%. Si se cumplen los plazos de la hoja de ruta y la ejecución en 18 meses de la «desconexión», el 27 de marzo de 2017, Cataluña se habrá separado del resto de España a través de un mecanismo claramente insurgente. Ésa es la realidad política que el independentismo, instalado en la Generalitat –y haciendo un uso desleal de ella– ha construido; otra realidad bien diferente es que la vida social y la economía catalanas están inmersas en el conjunto de las del país, como los servicios públicos, la hacienda, la Seguridad Social y todo lo que hace que una nación funcione día a día. El independentismo no crece y necesita del agravio constante, de la propaganda –con la colaboración necesaria de TV3– y de las coreografías intimidatorias del 11 de septiembre, conmemoración que ya se prepara sin escatimar recursos públicos. De convocarse elecciones –no hay que descartarlo: Puigdemont depende de los diez diputados de la CUP– las fuerzas nacionalistas a favor de la ruptura unilateral no ganarían apoyos. Junts pel Sí perdería cinco escaños y, si ERC se presentara por separada a los comicios, conseguiría un diputado más que el nuevo PDC y el 20,3% de los votos, lo que le permitirá aspirar a la presidencia de la Generalitat. Recordemos que en las elecciones de 2010 ERC sólo tenía el 7%. La radicalización facilitada por el «timonel» Artur Mas es evidente. Catalunya Sí que es Pot (CSP), la franquicia de Podemos –aunque ahora bajo el influjo de Ada Colau–, es uno de los partidos beneficiados del populismo justiciero que el «proceso» ha impuesto en la vida política catalana. Se situaría como tercera fuerza, por detrás de Ciudadanos, que pierde dos diputados pero sigue siendo la cabeza de la oposición en el Parlament. La subida de los de Colau-Iglesias sería a costa del PSC, que continúa su caída. El PP mejora en votos, la CUP desciende levemente y podría volver a entrar en la Cámara el catalanismo moderado de la mano de Unió. Si cristaliza, éste será un factor a tener en cuenta en el futuro. En resumen, el independentismo sigue sin sumar y sólo se afianza la tendencia a la radicalidad y la caía de Convergència, que, pese a cambiarse el nombre por PDC, es imposible desvincular de Mas, responsable máximo del desastre. La degradación de la política catalana se explica por un presidente de la Generalitat dispuesto a declarar la independencia unilateral de Cataluña dedicado a tocar la guitarra con unos amigos y sin mostrar sentirse abrumando por la responsabilidad.
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