Estocolmo

García Márquez en su laberinto

Desde que en 1982 recibiera el Premio Nobel de Literatura, la figura de Gabriel García Márquez creció como una leyenda, entre lo real y lo imaginario, a la vez que el hombre público desapareció, reservándose para sus amigos y algunas inconfesables causas políticas, como si él mismo fuese un personaje de sus mágicas sagas familiares. Al rato de aparecer en Estocolmo vestido con su guayabera blanca, anunció que después de aquel galardón no aceptaría ningún otro. Y así ha sido. García Márquez se ha alzado como algo más que un grandísimo escritor: es casi un tótem intocable a partir de cuya irrupción, sobre todo con la aparición en 1967 de «Cien años de soledad», nada sería igual en la narrativa hispánica. Algo de eso es verdad, pero no del todo. Cuando apareció la célebre historia de los Buendía, todos las críticas publicadas entonces en España, desde Pere Gimferrer –que fue el primero en reseñarlo en la revista «Destino»– a Rafael Conte –en «Informaciones»–, recuerdan que, como dijo éste último, fue «un eslabón más de la larga cadena de narradores sudamericanos que ha colocado a la novelística de dicho continente en un lugar preferente de la literatura universal». Lezama Lima, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Cabrera Infante, Vargas Llosa son algunos de estos nombres. Lo que sí se le debe a García Márquez es haber conseguido lectores, no sólo ventas –a pesar de los dos millones de ejemplares de su libro fundacional–, sino que varias generaciones se sumaran con él a la aventura de la lectura de la mano de una gran literatura, que no fue una excepción. Si muchos creían que «El coronel no tiene quien le escriba» (1961) es una obra imposible de igualar, García Márquez la superó seis años más tarde con «Cien años de soledad». A toda esa literatura le debemos la renovación de las letras españolas, que dudaba de la estética del realismo social y que fue a través de América como aprendió otra manera de narrar. Fue un generoso viaje de ida y vuelta. Se habla del «compromiso» de García Márquez con causas políticas que, por otra parte, él nunca ha argumentado: sus silencios han sido más elocuentes que sus proclamas cuando más se necesitaban. Hay quien sostiene que su amistad con Fidel Castro tiene que ver más con la fascinación hacia el caudillo que tanto ha llevado a sus páginas, que con la aceptación de una dictadura que ha arrasado lo mejor de la literatura cubana. Pero, como decíamos, en García Márquez todo era silencio: él desapareció hace muchos años del debate público, dejando la brega y el compromiso para otros escritores que no han dudado en hablar alto contra esa construcción caudillista, literaria o real, de Latinoamérica, sin perder el honor de ser también Nobel de Literatura. Sin duda alguna, la obra literaria del hijo del telegrafista de Aracataca está por encima de su compromiso político.