Gobierno de España

La Constitución no es el problema

La Razón
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el reloj de la democracia avanza entre reproches de las fuerzas políticas que estaban llamadas a sumar una mayoría suficiente como ya lo hicieron en la moción de censura contra Mariano Rajoy. A cada oferta, o pseudo oferta, se ha contraatacado por la otra parte con una negativa acompañada de una reprimenda. Pablo Iglesias está derrochando imaginación en lo que ya se apunta como los minutos de la basura de esta legislatura con ocurrencias de todos los colores –la última del gobierno de coalición para un año– en su desesperado intento de que el electorado no vacile en que la responsabilidad del fiasco de la izquierda corresponde a Pedro Sánchez en exclusiva. Si hay un bloqueo frustrante para los votantes socialistas y populistas, no habrá sido porque el líder del partido de los círculos no lo ha intentado casi todo para que Moncloa se avenga a razones. De momento, lo que ha sumado ha sido portazo tras portazo por parte de quien parece tener la decisión tomada de que el poder bien vale la cuarta cita con las urnas en cuatro años. Cómo será de desesperada la posición de Pablo Iglesias, que ayer implicó al Rey en la resolución del bloqueo institucional como una de las obligaciones de su cargo, pero siempre desde la idea de que la solución en cuestión tiene que encajar en su planteamiento. Las palabras del político republicano fueron insólitas por extemporáneas. «Le diré al Jefe del Estado que le toca una labor de mediación y arbitraje, que es más importante que nunca. El Rey debería hacer entender a todos los candidatos, y en particular al que tiene más apoyos, que la coalición es una vía de dar estabilidad a nuestro sistema parlamentario y que España no debería permitirse otra repetición electoral». Sin duda, Pablo Iglesias está en su derecho de conducirse por la interinidad con la estrategia que le sea más conveniente, pero no puede ignorar que su demanda al Rey pasa por desbordar el papel que le tiene reservado la Carta Magna. No le solicita un arbitraje, sino que dirija el partido a favor de uno de los contendientes, en concreto de él. El artículo 99 de nuestra norma fundamental, al que algunos señalan ahora como la gran piedra en el camino de la democracia, establece unas pautas que nunca han sido puestas en cuestión en cuatro décadas de elecciones libres, en las que distintas generaciones de políticos fueron capaces de dar continuidad a las legislaturas sin provisionalidades sobrevenidas, absurdas y nocivas. Las normas son claras y han funcionado en distintos escenarios, pero cuesta creer que la simple fragmentación del voto, la quiebra del bipartidismo y la irrupción de hasta cinco grandes opciones políticas sea una causa justificada para apelar a una reforma. Distintos expertos consultados por LA RAZÓN así lo entienden y cuestionan que el propio orden constitucional deba correr en socorro de los partidos. La Constitución no es algo inmóvil, granítico e inalterable, pero intervenir sobre ella requiere razones consistentes que no se pueden fundamentar en la ansiedad y la frustración de una clase política que no da la talla. Se puede, eso sí, actuar para que la Presidencia del Congreso pueda intervenir en el proceso y que el tránsito hasta la primera sesión de investidura no se convierta en una tierra de nadie discrecional, en una oquedad institucional, y un canto a la interinidad. Retocar ese supuesto ayudaría a forzar plazos y voluntades de entendimiento entre los partidos. Entretanto, cada uno en su sitio. No es función del Rey sacarle a los políticos las castañas del fuego, ni entrometerse en la disputa partidaria. Los roles constitucionales están claros y son los que deben ser. Atenerse a los usos y costumbres democráticos habría despejado el sendero. En este caso, el candidato debería haber llegado a la consulta en Zarzuela con sus apoyos negociados y pactados y no con la soberbia de quien se maneja como si dispusiera de una mayoría absoluta cuando lo que tiene es una minoría mayoritaria.