El desafío independentista

La huelga permanente de Torra

La huelga general convocada ayer en Cataluña pidiendo la paralización del juicio del 1-O fue un absoluto fracaso. Claro está que los convocantes, un sindicato independentista –liderado por un terrorista con delitos de sangre–, las asociaciones habituales y la colaboración necesaria de la Generalitat, consideraron que ha sido un ejemplo de civismo. La jornada, por lo tanto, transcurrió con absoluta normalidad, como es habitual en las protestas patrocinadas por el nacionalismo catalán. Máxima permisividad: los huelguistas –ninguno del sector productivo– paralizaron durante unas horas carreteras y vías férreas, se manifestaron por las ciudades más importantes y los medios de comunicación públicos (TV3) y subvencionados se dedicaron durante todo el día a dar cuenta de esta ejemplar y exigua movilización. Esta es la normalidad que vende el nacionalismo, pero lo realmente anormal es el abandono de la responsabilidades de gobierno de los responsables políticos de la Generalitat, de manera especial su presidente, Joaquim Torra. Fue nombrado –y elegido por su fanatismo confeso– el pasado 14 de mayo, hace nueve meses, de los que 28 días del total ha delegado funciones en su vicepresidente, invertidos en viajes al extranjero que no han reportado nada productivo para la sociedad catalana, muy al contrario. El destino era siempre el mismo: visitar a Puigdemont –al que considera el presidente legítimo– en Waterloo, Bruselas o donde una mínima audiencia de nacionalistas flamencos, o minoría antieuropeísta tenga bien acogerles. En total, un mes entero desde que está en la plaza de Sant Jaume los ha invertido abiertamente en ir a recibir doctrina de un prófugo de la justicia por dirigir un golpe contra la legalidad democrática. Su dedicación en exclusiva a echar gasolina al «proceso» –sea publicitando un exótico licor local o animando a los CDR a «apretar» –le ha llevado a que, desde enero, haya tenido también un mes sin agenda. A pesar de que es reconocido que sus viajes al extranjero son estériles, incluso para sus socios de ERC, persiste en ello obediente sin importarle la degradación de la institución que representa, pero siempre a cargo del erario público. No hay que olvidar que Torra es el presidente autonómico que más cobra –146.926,70 euros brutos–, incluso, un 5,2% más que Puigdemont, al recuperar una paga extra que sus predecesores habían dejado de percibir durante la crisis, si bien es cierto que la deuda de Cataluña se sigue manteniendo en el «bono basura». A pesar de que su remuneración es casi el doble que la del presidente del Gobierno, es difícil comprender cómo alguien que practica un nacionalismo tan estricto puede aceptar tal dependencia del Estado español. Eso sí, ayer secundó la huelga tras animarla y pasó el día en Madrid, donde asistió a la sesión del juicio por el 1-O en el Tribunal Supremo, sin más consecuencias. Pero el problema va más allá de la inmoralidad de Torra: Cataluña ha desistido de tener un gobierno que gobierne, es decir, que se preocupe de los problemas de sus ciudadanos y que no se dedique exclusivamente a «hacer república». Las iniciativas legislativas del Govern lo dice todo: a lo largo de 2018, el Parlament no aprobó ni una sola ley nueva. Ni una. En este erial político, secundar una huelga general desde la Generalitat nos invita a una reflexión seria sobre el futuro de la política en Cataluña y la necesidad de una regeneración en profundidad que construya otra cultura de lo público y, en especial, sobre la apropiación de las instituciones de autogobierno practicada por el nacionalismo. Se entenderá entonces que la aplicación del artículo 155 no es una medida anormal o extraordinaria, sino necesaria cuando se «atente gravemente al interés general de España». El gobierno de la Generalitat fue ayer un piquete de políticos mantenidos por el Estado.