Casa Real
La Transición no se entiende sin el papel clave de la monarquía
Nadie tenía previsto, que se sepa, que Juan Carlos I fuese a abdicar. Sin duda, fue un gesto que desencadenó especulaciones de todo tipo, pero que, pasados tres años, demuestra su trascendencia. Digamos que, en técnica ajedrecista, el Rey salvó al Rey. Desde que se hizo pública la abdicación, se puso en marcha un mecanismo nunca desarrollado en nuestra democracia, aunque sí previsto. El primer paso fue la comunicación del Rey, el 2 de junio de 2014, de su voluntad de abdicar; el segundo paso fue la aprobación, el día 18 del mismo mes, mediante Ley Orgánica de la abdicación (artículo 57.5 de la Constitución) y, por último, la proclamación del nuevo Rey, Felipe VI, ante las Cortes Generales (art. 61.1 CE), el 19. Pese a que no existe una ley que desarrolle el procedimiento de abdicación y renuncia –que no es lo mismo, pues afectaría a la descendencia–, la sucesión tuvo lugar sin un temido vacío legal ni de poder. Tampoco existe una normativa que regule la actividad del Rey Emérito, sus derechos y obligaciones, como sí existe la inviolabilidad del Rey (artículo 56.3 CE). Por lo tanto, hubo que encajar entonces la figura de Don Juan Carlos dentro de la Casa del Rey, con un agenda propia y un papel institucional más simbólico que efectivo, como le corresponde por su proyección histórica y lo que ha supuesto su figura en la Transición democrática. Este papel ha sido innegable y está admitido que pilotar aquel cambio requirió de buenas dotes personales, temple y, sobre todo, mucha altura de miras y perspectiva histórica. De ahí que su ausencia en la conmemoración del 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, celebrada el pasado miércoles en las Cortes, fuese un olvido injustificado, que sólo ha servido para dar alas a esa nueva lectura revisada y adaptada al gusto de la Transición como un apaño de despachos. Fue un fallo de protocolo de la Casa del Rey que debe ser subsanado con unas normas más precisas que estipulen la presencia del Rey Emérito en la vida institucional. La evolución política y social de nuestro país no se puede entender sin tener en cuenta al Rey Emérito. Construir nuestro pasado al gusto de la nueva política nos puede llevar a errores como la ausencia de Don Juan Carlos en la conmemoración de un acto del que fue uno de los actores principales. No se entiende, además, cuando el traspaso de poderes en la Corona se ha hecho de manera ejemplar, sin grandes complicaciones y desajustes, sobre todo porque existía el objetivo común de fortalecer a la institución monárquica, algo que Felipe VI ha asegurado. A la muerte de Franco, los españoles no eran monárquicos de conciencia, salvando excepciones, pero la efectividad de la Corona la ha convertido en la institución clave para mantener la concordia y la tolerancia. En este sentido, sigue sometiéndose al escrutinio de la opinión pública y de los vaivenes de la vida política. Aunque la Constitución establece en sus artículos 56 y 64 que el monarca no tiene responsabilidad sobre sus actos y que estos deben ser refrendados por el presidente del Gobierno, Don Felipe ocupa en estos momentos un papel central como moderador de la vida política y garante de las estabilidad institucional, que no es poco.
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