Campaña electoral

«Líneas rojas» en defensa de la ley y frente al izquierdismo

La Razón
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Este nuevo ciclo político que inauguraron las pasadas elecciones del 20-N con la llegada al Congreso de Podemos y Ciudadanos ha aportado algunos nuevos conceptos. El que más fortuna ha hecho es «líneas rojas», expresión con la que se quiere delimitar la frontera que nunca puede traspasarse, ni aunque sea para cumplir un programa electoral. Dichas líneas no son las mismas para cada partido, pero habría que acordar que la única divisoria a tener en cuenta es la que va más allá de la Ley. En la pasada legislatura, durante el frustrado proceso de investidura, se trazaron muchas, demasiadas, «líneas rojas» que sólo sirvieron para evitar afrontar un diálogo entre partidos, que es lo que estaba pidiendo de manera mayoritaria el electorado. El PSOE marcó una línea infranqueable que, a la postre, fue un verdadero problema para su estrategia: negarse a hablar con el Partido Popular, que fue el más votado, evitar cualquier contacto y, además, pretender que le permitiera gobernar a través de su abstención. Demasiadas «líneas rojas» para quien aspira a liderar a nuestro país en un momento tan crucial. El momento político en España está marcado por dos hechos. El primero de ellos es el proceso independentista en Cataluña, que es un verdadero desafío a nuestro orden constitucional. El nacionalismo lo ha planteado no sólo como un encaje de sus aspiraciones siempre maximalistas, sino como una ruptura de la legalidad, al dejar a la mitad de la sociedad catalana sin el derecho de ciudadanía. Con el banderín del «derecho a decidir» –prerrogativa que no existe y que la única Constitución que la contempló fue la de la URSS y que, claro está, nunca aplicó–, partidos como Podemos se han sumado a un proceso que quiere someter a referéndum a todos los «territorios históricos» sobre su permanencia en España. La segunda cuestión es la de partir de que el «régimen del 78» ha llegado a su fin y que todos los consensos establecidos desde la Transición deben saltar por los aires. El partido de Pablo Iglesias ha desarrollado su estrategia en agudizar el antagonismo social, evitando encontrar puntos de encuentro, separando todo lo que nos une. Buenos (ellos) contra malos (los otros). Bajo este radicalismo no es posible reformar la Constitución que, por definición, debe ser la de todos. Aspirar, por contra, a abrir un proceso constituyente que dé por acabada la Carta Magna del 78 es llevar a nuestro país a un escenario radical –copiado de los regímenes bolivarianos– que nada tiene que ver con nuestra realidad social y económica, precisamente en un momento en el que es necesaria la estabilidad. Por lo tanto, las únicas «líneas rojas» que deben estar claramente marcadas en este momento son las que atañen a la unidad de España, como defensa de la democracia, y contra el aventurismo radical que quiere acabar con el «régimen del 78», que ha sido sobre el que nuestro país ha desarrollado las mayores cotas de bienestar y libertad. Los partidos que concurren a las elecciones del 26-J deben tener muy claro cuáles son sus preferencias para pactar un futuro gobierno y no ocultar en propuestas populistas o bienintencionadas unas medidas que tendrán efectos negativos en el conjunto de la sociedad. La verdadera frontera es la que marca las diferencias entre lo que es una lista de prioridades ideológicas con un programa para gobernar y hacerlo, además, para todos. Estas elecciones son más decisivas, si cabe, que otras anteriores porque nos jugamos el modelo político que queremos aplicar: el de la estabilidad democrática frente al radicalismo rupturista.