Barcelona

Orgullo de la España constitucional

La celebración de la Fiesta Nacional vuelve a dejar claro el sentido integrador de la nación española, no excluyente y, ante todo, garante del orden constitucional. Sin embargo, esta conmemoración se viene celebrando con un cierto complejo, como si España no pudiera sentirse orgullosa de sus valores democráticos y de lo mucho que se ha construido desde que los españoles se dieron una Constitución que ha asegurado sus años de mayor prosperidad. Por fin, en nuestra historia, España es la expresión de un Estado liberal en su más estricta definición: la defensa de las libertades públicas e individuales por encima de todo. España es una nación inclusiva que, a través de la Carta Magna de 1978, de la que en noviembre se cumple 40 años, tiene como objetivo «proteger a todos los españoles y pueblos de España», como se dice en su preámbulo y que esa «patria común e indivisible de todos los españoles reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas» (artículo 2). Es en base a este reconocimiento que se puso en pie el estado autonómico y, de manera especial, se desarrollaron los estatutos de autonomía del País Vasco y Cataluña. Precisamente son los gobiernos nacionalistas que han estado al frente de estas dos comunidades desde donde se ha construido la idea de que no hay nada que celebrar en la Fiesta Nacional del 12 de octubre, ni aunque no haya más lema que el de la unidad e igualdad de todos los españoles. Ni porque la Constitución haya permitido que ambas comunidades puedan contar con las cotas de autogobierno más altas de toda Europa, muy por encima de lo imaginado. Pero la «construcción nacional» emprendida por los dirigentes de ambas comunidades ha llevado a la negación de España como nación y a definirla como un Estado administrativo –cuando no mero brazo represor–, sin la cualidad de comunidad política que defiende derechos y libertades que es lo son todas las democracias modernas. No estamos hablando de invocar privilegios históricos milenarios –efectivamente, España es una vieja nación europea–, sino del sujeto político en el que reside la soberanía constituyente de un Estado, que no es otro que el pueblo español. Las instituciones españolas respetan la expresión de la identidad cultural y política –en tanto que legislada en los estatutos de autonomía– de País Vasco y Cataluña y sólo espera que ese gesto sea recíproco, solidario, como dice la Constitución, aunque sólo sea por respeto a los ciudadanos que se sienten españoles en dichas comunidades o, sencillamente por serlo civilmente. Hay, sin duda, una actitud excluyente por parte de los llamados nacionalismos periféricos –la históricamente nefasta que dice que para construir una nación hay que destruir a otra– que está provocando una reacción afirmativa de la comunidad española. La Fiesta Nacional se ha celebrado desde el espíritu desapasionado típico de las sociedades modernas y avanzadas que creen que la defensa de su identidad le corresponde a las leyes y no a los salvapatrias, pero ha sido a partir del desafío independentista catalán, cuya estrategia pasa por la liquidación de las instituciones democráticas españolas, que ha habido una reacción de la nación española. Es sintomático que desde nacionalismo catalán se hable de la vuelta del nacionalismo español cuando en sus manifestaciones, como la de ayer en Barcelona, hay una defensa de Cataluña dentro de España. Nada que ver con la uniformización ideológica del nacionalismo catalán, ni con la demanda de privilegios históricos, ni con la supremacía de una comunidad frente a otra, ni con diferencia colectiva alguna. Lo que ayer se expresó es la España constitucional.