El desafío independentista

Puigdemont al final de la escapada

La Razón
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Como con cualquier otro individuo objeto de una orden europea de detención, el ex presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, fue detenido por la Policía alemana e ingresado en un centro penitenciario, a la espera de comparecer ante un juez. Las mismas prisas y el sigilo con el que el dirigente separatista abandonó Finlandia, nada más conocerse que el magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, había reactivado la solicitud internacional de busca y captura, demuestra que era muy consciente de su precaria situación legal y de que en la mayoría de las legislaciones penales europeas, como la finesa, están claramente tipificados los delitos de rebelión o, en su defecto, de alta traición. Asimismo, que Puigdemont creyera que iba a poder despistar a los servicios de Inteligencia del Estado español, forma parte de esa sensación de falsa impunidad con la que se ha desenvuelto hasta ahora y que, todo hay que decirlo, ha sido una característica de la mayoría de los dirigentes políticos enredados en la intentona golpista en Cataluña. Es de esperar que, poco a poco, se vaya abriendo paso en la conciencia colectiva del separatismo catalán la inexorabilidad de la Justicia ante unas conductas delincuenciales que, sin ir más lejos, en países como Alemania pueden ser castigadas con la cadena perpetua. Ahora, con el final de la escapada de Carles Puigdemont, a quien tarde o temprano seguirán los otros fugados –ayer, la Policía escocesa pidió a la ex consejera Clara Ponsatí que se entregara en cumplimiento de la euroorden– parece llegada la hora de que el nacionalismo catalán se apreste a pasar página y a buscar una salida, desde el respeto a la legalidad y a las instituciones, al bloqueo político que paraliza Cataluña. Nada más inútil y absurdo que mantener una situación de aparente rebeldía, que no encuentra eco en las calles del Principado, jugando al filo de la ley y con la muleta de unos discursos pretendidamente incendiarios, como el del presidente del Parlamento autónomo, Roger Torrent, que no tienen otra virtualidad que la de ofender la inteligencia de la inmensa mayoría de los ciudadanos, atónitos ante la catarata de insultos, injurias y falsedades de quien, por más que nos pese, representa a una Institución del Estado. El único planteamiento racional, pues, pasa por dejar que la Justicia actúe en el ámbito en que es soberana, como corresponde a una democracia avanzada en la que rige la separación de poderes y se respeta la independencia judicial, y regresar al campo de la política, que es el campo de lo posible. Si para ello es preciso que individuos como Roger Torrent den un paso al lado, serán las direcciones de los partidos nacionalistas, ERC y PDeCAT, quienes tomen la decisión. Pero, en cualquier caso, ya sea mediante la articulación de una nueva mayoría en la Cámara catalana o mediante apoyos puntuales a la actual, puesto que es imposible contar con las CUP, se debe partir desde el compromiso del inexcusable respeto a la Constitución y al Estatuto, que es lo mismo que decir a la legalidad. A partir de ahí, todas las opciones de diálogo y negociación con el Gobierno están abiertas, como ha reiterado hasta la saciedad el presidente Mariano Rajoy, para afrontar los problemas que tienen los ciudadanos de Cataluña, cuyos indicadores económicos y sociales, como hoy publica LA RAZÓN, reflejan una preocupante situación de estancamiento, cuando no de simple declive. Hay que insistir en ello: Carles Puigdemont es ya historia, triste historia, que no puede condicionar el futuro de Cataluña.