Gobierno de España

Sánchez debe defender la ley en Cataluña

El «proceso» independentista catalán se ha ido haciendo desobedeciendo una a una todas las leyes que se ha encontrado en el camino o forzando las leyes hasta el fraude. A lo largo de estos años, desde que 23 de enero de 2013 el Parlament aprobó la declaración de soberanía y el derecho a decidir de Cataluña, todo ha sido un camino bordeando la legalidad o incumpliéndola. Lo grave es que es un camino hecho ante la pasividad, impotencia o inoperancia de los gobiernos. De este proceso se puede sacar una conclusión, confirmada estos días con el juicio en el Tribunal Supremo y la clara intención de los dirigentes independentistas de que tenían una voluntad innegable de subvertir el orden constitucional, de que si no se actúa en defensa de la legalidad ésta acabará quebrada. Esa situación se está viviendo día a día a Cataluña. Ante la decisión del presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, de incumplir la sentencia de la Junta Electoral Central (JEC) de retirar lazos amarillos, banderas esteladas y demás propagada de los partidos y movimientos independentistas de las dependencias oficiales de la administración catalana, el Gobierno debe actuar de manera inmediata y denunciar ante la Fiscalía esta nueva desobediencia. La JEC argumenta que esta exhibición de propaganda secesionista altera la neutralidad exigida en los centros públicos en periodo electoral, algo que en una situación normal –es decir, en un lugar donde se respeta al adversario político– sería cumplido, pero que la Generalitat, haciendo alarde de su desprecio a la legalidad española y a un irrefrenable instinto provocador, se ha negado. En Cataluña hay sectores políticos que creen que lo que denominan la «judicialización del problema» es una mala estrategia para apaciguar al independentismo, teoría compartida por los socialistas catalanes y que todo indica que ha encontrado predicamento en el propio Pedro Sánchez, siempre dispuesto a dejar a PP y Cs como fuerzas contrarias al «diálogo». Esta posición tiene una primera consecuencia que la sociedad catalana viene sufriendo desde hace tiempo: la usurpación del espacio público por el independentismo imponiendo banderas, himnos, consignas, gritos y, en definitiva, amedrentando a quien no comparta la doctrina oficial; y, en segundo lugar, desatendiendo a la obligación por parte del Gobierno de hacer respetar la legalidad allí donde se incumpla. En el caso de los lazos amarillos y banderas separatistas vuelve a repetirse la habitual provocación de forzar al propio Estado a actuar –para mostrar su «rostro represivo», según jerga victimista al uso– y provocar el enfrentamiento. Este es el único programa de Torra y de su gobierno, lo que aprovechará hasta lo indecible. La Junta ha respetado todos los plazos, incluido esperar el escrito de alegaciones del propio Torra pidiendo la ampliación del plazo aduciendo que es difícil identificar los edificios públicos que incumplen lo exigido, hasta que, una vez desestimando, debe aplicarse lo requerido. El presidente de la Generalitat se expone a cometer un delito de desobediencia que podría derivar en inhabilitación, lo que en su estrambótica carrera política no debe significar mucho, y tampoco le importará demasiado un paso más en la degradación de la institución que representa. El argumento de que Torra sólo cumplirá lo que le aconseje el Sindic de Greuges (defensor del pueblo) es un acto más en esta ceremonia de falsedades a la que la Generalitat está sometiendo a los catalanes, ya que se trata de una instancia cuya función es otra («atender las quejas de todas las personas que se encuentran desprotegidas ante la actuación, o falta de actuación, de las administraciones»). A la espera de que la JEC decida llevar el caso a la Fiscalía, el Gobierno no puede abandonar a una parte de los catalanes y tomar la iniciativa.