Gobierno de España

Sánchez pervierte el sistema

No sólo es un debate falso –falso por basarse en una mentira–, sino que, además, esconde la falta de reparos que Pedro Sánchez demuestra para asegurarse los votos necesarios para la investidura. Se parte de una mentira cuando se dice que para evitar pactar con independentistas –todavía en actitud de alzamiento– lo que deben hacer PP y Cs es apoyarle para evitar llegar a La Moncloa con socios indeseados. El dilema se resolvería de una manera más sencilla, aunque moralmente mucho más exigente: renunciar a esos votos que no se desean y, si no se alcanza la mayoría, renunciar a la presidencia del Gobierno ante la imposibilidad de tener una mayoría respetable, no sólo numéricamente. Con muchos menos diputados –con 84– Sánchez ganó una moción de censura con 96 escaños anti PP, que se sumaron a aquella operación, y no sólo aceptó con gusto el de los que protagonizaron un golpe de Estado contra el orden constitucional –siguiendo el alegato final de la Fiscalía–, sino que creyó que en un futuro su mayoría se iba a sostener en esos aliados y sin embargo enemigos. En una arquitectura tan débil, la argamasa de la ambición no es suficiente: hace falta que los aliados sean leales y compartir un proyecto común y el único proyecto es volver a La Moncloa. En este punto, Sánchez sólo cuenta con el voto del populismo caudillista de Unidas Podemos, el de regionalistas valencianos y cántabros, puede que de foralistas navarros y nacionalistas vascos. Con este esqueleto de España vertebrada el futuro Gobierno podría ir tirando, si no hay deserciones de última hora. Dada la precariedad numérica y, sobre todo, política, que Sánchez reclame a PP y Cs su abstención para que salga adelante la investidura es traspasarle la responsabilidad a quien no corresponde, precisamente a la oposición. No sería un disparate si Sánchez hubiese llevado una verdadera política de Estado y, sobre todo, en la crisis de Cataluña. Cometió el error estratégico de dividir la política española en dos bloques porque demonizar al adversario es un ejercicio para el que no se requiere mucho talento –este PSOE está falto de ello–, pero que puede tener consecuencias nefastas cuando realmente hay que recurrir a la oposición si los intereses nacionales lo requieren. Amenazar, además, con convocar elecciones –si bien ha sido formulada por José Luis Ábalos– es persistir en el disparate y desnaturalizar la función de la oposición. Está claro que esta solución no conviene a nadie y, de manera especial, a la sociedad española, sometida a un proceso electoral permanente desde que el propio Sánchez introdujo el dogma del «no es no». Es lógico que desconfíe de su socio principal, o acompañante, Podemos, un partido en crisis que quiere tomar impulso sentando a Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros con la cartera de Trabajo –con ese aire peronista de atribuirse las políticas sociales en exclusiva, por no citar al falangista Girón de Velasco porque sabía hablar a los trabajadores sin las pautas de los tecnócratas, de la UE en este caso–, de los problemas que le puede causar y de su habitual uso político de las instituciones. Sánchez, y con razón, querría una legislatura tranquila y no con un ministro plenipotenciario comprensivo con los independentistas encausados. Sánchez recibió el consejo de juntar en un solo mes dos convocatorias electorales, error o acierto –eso ya se verá– que ha convertido las negociaciones en un espectáculo despiadado por alcanzar cotas de poder, no siempre merecidas. Ha habido una perversión del sistema que está dejando al elector perplejo por comprobar que su voto en Murcia sólo tiene valor en Valladolid, por no ir más lejos.