El desafío independentista

Símbolos de un pueblo dividido

La Razón
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Es una batalla de imagen, de propaganda... que se ha topado con el hartazgo de la mayoría de catalanes no independentistas–y no pocos también en sus propias filas–, que no están dispuestos a aceptar la violencia y la división constante en que han convertido las plazas y calles de Cataluña. Lo que comenzó siendo un símbolo de protesta irracional, de rabia, contra las decisiones judiciales –el lazo amarillo– se ha convertido, gracias al márqueting y al merchandising, o a la actividad de «comandos» de los CDR, en un instrumento de presión visual y sonoro que alcalza a la mayor parte de las comarcas catalanas. Los últimos meses han traído en esta «guerra de símbolos» que divide a los municipios catalanes, desde multas por quitar lazos amarillos hasta sanciones por colocarlos. En Arenys de Munt, por ejemplo, se decidió multar a quien retirase de las calles o de lugares privados los lazos amarillos a favor del independentismo. La otra cara de la moneda es Castellbell, muy cerca de la anterior población y gobernado por el PSC, que decidió eliminar todos los lazos amarillos que se cuelguen, y también todas las banderas españolas porque, según señalan, «hace falta permiso para colocar cualquier símbolo». Confusión y ruido. Tras el fracaso del «procés», ante la evidencia del recorrido cero que ha tenido la estéril declaración de la república catalana, el independentismo ha pretendido mantener la tensión –para que no lleguen el desánimo y la frustración– entre los suyos y el enfrentamiento con el Estado con la puesta en escena de banderas, toallas y lazos amarillos. Lo que ha cosechado es resquemor, violencia y enfrentamientos en todo el Principado. Y lo sigue alimentando. De otra manera no se entiende que desde la Generalitat se afirmase que están dispuestos a sancionar a todo aquel que quite símbolos independentistas pues sería una actuación «fascista». Pretender tildar a todo aquel que disienta –en mayor o menor medida– de tu imaginario político y pretender calificarlo de totalitario es ver en los demás el pecado que uno comete. ¿Acaso el Govern quiere que su ideología sea la única posible y para ello ha emprendido una caza de todo ciudadano que no comulga con sus ruedas de molino amarillas? Nadie se puede extrañar de que los catalanes no acepten el pensamiento único independentista, protesten y arranquen los símbolos para ellos de la opresión que son esos lazos y esas cruces amarillas. La mejor prueba de que la única solución es que el pensamiento y la ideología se mantenga en un escenario interior y personal es el próximo homenaje que se rendirá en Barcelona a las víctimas de la barbarie yihadista del 17-A. Todas las formaciones han apostado por aparcar sus planteamientos políticos y centrarse en el bien común que son las víctimas del terrorismo. Hasta la ANC y Òmnium han rechazado protestar contra el Rey –como habían planteado inicialmente– para no desviar el foco de lo importante. No es de recibo que la vía pública, que es de todos, sin distinción de ideología, se convierta en escenario de la batalla política. Para eso ya existen citas electorales, ayuntamientos o parlamentos. El espacio público es de todos, y nadie se puede arrogar su control ni la exclusión del contrario. El independentismo catalán ha errado al pretender manterner con vida el fracasado «procés» haciendo que la calle protagonice lo que es una batalla perdida en el Parlament o en el Palau. De la misma manera resulta cínica la actitud del Govern al afirmar que ellos han obrado con «neutralidad» ante dos maneras de pensar, cuando han sido artífices e impulsores de ese divorcio entre catalanes. No se pueden atacar símbolos constitucionales –los mismos de donde emana su legitimidad como Gobierno o Ayuntamiento– y pretender que se mantenga la paz social. Con su irresponsabilidad perdemos todos.