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Torra busca el choque final

La anomalía política que vive Cataluña queda reflejada en cómo son respetados los tres poderes del Estado: legislativo, judicial y ejecutivo. Primero, el Parlament está cerrado desde julio y no abrirá hasta octubre por decisión –y discrepancias– de la mayoría independentista. La oposición, como así lo ha denunciado, ha sido silenciada. Segundo, el juez Pablo Llarena, instructor del caso contra los instigadores de la declaración unilateral de independencia, está siendo literalmente perseguido por grupos nacionalistas ante la complacencia de la Generalitat, sumándose así a la campaña contra nuestro sistema judicial. Tercero, Torra, que preside el Govern, acepta ser el «vicario» –según su propio definición– de Puigdemont, huido de la justicia, y que decide desde Waterloo. Es el gobierno sólo de una parte de los catalanes. Esta es la situación. Por contra, la Generalitat está plenamente dedicada a preparar un órdago contra el Estado, la desestabilización de las instituciones democráticas y a convertir la calle en su patrimonio, calco de una Cataluña excluyente, teñida de amarillo, en la que sólo tienen cabida los que comulgan con el credo nacionalista. Nada de esto es nuevo. Se viene fraguando desde hace años y se ha ejecutado a cargo del dinero público sin importarles si se cumplía o no la legalidad: el 6 y 7 de septiembre de 2017 el Parlament aprueba las llamadas «leyes de desconexión» con España, el 1 de octubre se celebra el referéndum de secesión y el 27 se declara la independencia de Cataluña. Todo ello propiciando el enfrentamiento civil. Nada es nuevo, como decíamos. La novedad ahora es que el Gobierno de Pedro Sánchez abrió negociaciones con los que impulsaron aquellas infaustas jornadas con el objetivo de buscar una solución a un conflicto que para los nacionalistas pasa, sí o sí, por la celebración de un referéndum que nuestras leyes no contemplan. Sánchez recibió a Torra en la Moncloa el pasado 9 de julio, símbolo de un deshielo que no oculta que el iceberg independentista es profundo y está dispuesto a repetir el choque con el Estado. Más fuerte, si es posible. El símil del Titanic en el catalanismo más reciente no es nuevo: en la música de la orquestina que clama por el diálogo sólo hay voluntad de entretener al pasaje antes del desastre. Sánchez aceptó el reto por supervivencia política, pero los hechos vuelven a demostrar que Torra-Puigdemont insisten en forzar su programa máximo hasta el final anunciando con un ultimátum que hará efectiva la república. Sánchez le ha advertido de las consecuencias de «volver al unilateralismo, la quiebra de la legalidad y desacato». Extraña forma de dialogar la de Torra y Sánchez cuando éste le recuerda la aplicación, de nuevo, del 155 y cuando ambos siguen utilizando a Mariano Rajoy como nexo de su buena sintonía en la Moncloa –después de todo, ambos sumaron sus votos para acabar con él en una moción de censura– y en futuros encuentros, si es que se producen. Pero lo más significativo es que el presidente del Gobierno haya tenido que recurrir al mismo planteamiento empleado por Rajoy durante todo el desafío separatista: el Gobierno está dispuesto a hablar, pero sólo dentro de la legalidad. La última vez que el expresidente lo dijo fue el pasado 15 de mayo, en un viaje oficial a Sofía, dos semanas exactas antes de la moción: el presidente del Gobierno «tiene que hablar siempre dentro de la ley». La «escalada dialéctica» de Torra, como así la define la portavoz gubernamental, no es sólo de palabra, si se tiene en cuenta que la palabra es el principio de la acción y que ésta tiene tanta responsabilidad como los hechos (bien lo sabe Puigdemont en su mentirosa traducción). La Generalitat ha anunciado una ofensiva en toda regla para otoño y luego, asegura, se volverá a ver con Sánchez. El coste social de los días que preparan –siempre según ellos mismos se encargan de anunciar– obligará al Gobierno a replantar su política de apaciguamiento de unos irresponsables.