Elecciones en Estados Unidos
Trump pone a prueba la solidez democrática de EE UU
La victoria de Donald Trump será recibida, sin duda, con preocupación entre buena parte de la opinión pública occidental, temerosa de que un cambio drástico en la política norteamericana, especialmente en lo que se refiere a su proyección militar exterior y al mantenimiento de la libertad comercial y financiera que ha caracterizado su estrategia económica desde la era Clinton, conduzca a un nuevo periodo de recesión e inestabilidad mundial. Pero si, ciertamente, no es posible obviar ni la retórica ni las promesas de campaña del nuevo inquilino de la Casa Blanca, que auguran tiempos de confusión, tampoco conviene olvidar que hablamos de Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, dotada de instituciones sólidas y muy experimentadas y, sobre todo, donde el principio de separación de poderes se aplica en el espíritu y la letra constitucional, favoreciendo un juego de fuerzas equilibrado, cuya sutileza política escapa demasiadas veces a la comprensión de los foráneos. O, dicho más directamente, que Donald Trump tendrá que ajustarse a los mandatos de la institucionalidad como todos los presidentes que le han precedido, so pena de que el sistema le expulse como se expulsa un cuerpo extraño.
No hay, pues, riesgo alguno de que la primera potencia del mundo caiga en un proceso de involución política interna ni, por supuesto, de que su cuerpo social renuncie a los valores que la han hecho fuerte y han ensanchado la libertad y la democracia en la Tierra, lo que no significa que el nuevo presidente carezca de la menor capacidad de maniobra y no pueda dejar su impronta en la historia del país. De ahí que la cuestión determinante sea hasta qué punto puede Donald Trump cambiar el actual modelo económico y social estadounidense sin que actúen los contrapesos institucionales y políticos que conforman el sistema institucional al que nos referíamos antes. Pero la pregunta también admite otra formulación que se refiere a la realidad del populismo y a la virtualidad de sus propuestas. Si es dudoso que la nueva presidencia, confrontada con la realidad de las cosas, pueda llevar hasta el final su programa maximalista –ya ha ocurrido en otros países donde han ganado los profetas del catastrofismo, como en Grecia– , que implica deshacer lo andado en la globalización de la economía mundial, reedificar muros y fronteras, volver al proteccionismo aduanero y al «dumping» de precios –el sueño de todas las autarquías que siempre se torna en pesadilla– desde la suposición simplista de que el resto de los afectados no tomarán medidas similares; también lo es que Trump pueda dar un cambio drástico a la política exterior de los Estados Unidos o promover un distanciamiento, siquiera presupuestario, de sus aliados en la OTAN. Al fin y al cabo, la primera gran movilización militar y estratégica de la Alianza Atlántica desde su fundación fue con motivo del ataque sufrido por los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001.
Salvando todas las distancias, ni Barack Obama consiguió sacar adelante un programa económico y social que ponía el acento en mejorar las prestaciones sanitarias de sus ciudadanos ni pudo sustraerse a la realidad internacional, condicionada por la mayor amenaza terrorista que ha sufrido el mundo libre. Comienza, pues, una nueva presidencia en la Casa Blanca que preocupa, y mucho, por la connotación populista de su titular. Pero hay que confiar en que la fortaleza de las instituciones norteamericanas superará la prueba.
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