Elecciones en Estados Unidos
Trump y Obama tienen que unir primero a un país que está herido
La primera reunión del traspaso de poderes entre el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente saliente, Barack Obama, ha tenido ecos versallescos, más notables, si cabe, por lo que tienen de contraste con la agresiva campaña electoral –plagada de insultos, amenaza y descalificaciones– que acabamos de vivir. Pero, sin duda, ambos interlocutores son conscientes de que la tarea más urgente que tienen entre sus manos es rebajar la tensión y apaciguar los ánimos de una ciudadanía dividida prácticamente a partes iguales y con visiones antagónicas sobre el futuro de su país. El hecho, insólito, de que decenas de miles de personas salieran a las calles de las principales ciudades norteamericanas para rechazar el resultado de las urnas y protestar contra la victoria de Donald Trump –incluso con acciones violentas que se han saldado con un centenar de detenidos– demuestra la crispación creciente entre una parte de la población que, no conviene olvidarlo, ha interiorizado como propia la masiva campaña de propaganda lanzada contra el candidato republicano por la mayoría de los medios de comunicación. Una campaña que había incidido en el descrédito personal, hasta llegar a la caricatura y que ahora opera en contra de los intereses generales de la nación. Es probable que el drástico cambio de tono en los mensajes de Barack Obama, Hillary Clinton y, especialmente, el del propio Donald Trump no sea fácilmente creído por sus partidarios, pero si algo conocemos de la idiosincrasia del ciudadano medio estadounidense es su patriotismo, del que hace gala en todas y cada una de sus actividades públicas y privadas. En este sentido, una transición tranquila en la Casa Blanca –en la que no deberían sobrar los mutuos elogios– contribuirá a calmar los ánimos, sobre todo si al mismo tiempo se apela a los sentimientos de fraternidad y pertenencia de los norteamericanos. Pero mucho nos tememos que puede no ser suficiente. Estados Unidos ha descubierto de pronto la gran brecha que se ha abierto insensiblemente en el seno de su sociedad. Que las líneas divisorias ya no son étnicas, religiosas o ideológicas, sino que responden a situaciones económicas, al empobrecimiento de un sector de sus conciudadanos –los que viven principalmente en el mundo rural interior–, a los que la crisis financiera, pero, también, las consecuencias inevitables de un mundo cada vez más global e interrelacionado, basado en el libre intercambio de bienes, ideas y servicios, ha dejado fuera del sueño americano. Por lo tanto, hay que esperar que estos primeros pasos del nuevo inquilino de la Casa Blanca, su repentina moderación verbal y gestual y sus guiños tranquilizadores a los tradicionales aliados exteriores de Estados Unidos, respondan al convencimiento de que es preciso curar las heridas abiertas y no a mero tacticismo político. Otra cuestión será cuando empiece a implementar las principales propuestas de su programa electoral. Mientras siga las líneas tradicionales del Partido Republicano –que es en lo que parecen confiar los mercados internacionales, a tenor del comportamiento de las bolsas– los cambios serán fácilmente asumibles, incluso si producen un mayor crecimiento de la gigantesca deuda pública del país; pero si pretende desandar lo andado en la liberalización de las relaciones comerciales para volver al proteccionismo, las tensiones pondrán a prueba el sistema. La historia siempre avanza en la misma dirección.
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