Política

Constitución

Un claro mensaje por la regeneración

La Razón
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Los grandes partidos políticos españoles recibieron con satisfacción el mensaje de Navidad que, por primera vez, Don Felipe VI dirigía a los españoles, la pasada Nochebuena. Ninguna de las grandes preocupaciones que embargan a la Nación estuvieron ausentes en las palabras de Su Majestad, virtud que ha sido recalcada por los portavoces parlamentarios y los representantes políticos, aunque, como en el caso del presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, que permanece fugado de la realidad, algunos no acabaran de entender, o lo fingieran, la idea de fondo de la vigencia constitucional de España, que fue el eje central de la intervención del Monarca. Porque el necesario impulso regenerador no puede tener otra piedra angular que la soberanía nacional expresada en la Constitución de 1978, citada expresamente por Don Felipe. Es imposible el choque de naciones que ventean los nacionalistas catalanes y vascos, cuando la Nación es una, cimentada en una obra de siglos. Así, la idea de una Monarquía que se quiere renovada para un tiempo nuevo, en expresión afortunada del Rey, sólo es posible desde su encarnación en el modelo constitucional que ha hecho de España una de las grandes naciones democráticas del mundo. Es preciso comprender esta doble perspectiva –la ineludible regeneración que imponen los tiempos, pero, también, las actitudes; y los puntales inmutables sobre los que se asienta la Nación– para otorgar a las palabras de Don Felipe toda su trascendencia. Porque con la misma exigencia que se pronunció ante los representantes de la soberanía nacional el día de su proclamación, el Rey ha querido reiterar su convicción de que por encima de las dificultades del momento está la fortaleza de un pueblo sabio, por viejo, unido, con el coraje y la capacidad de cambiar las cosas. Sin complacencias con los defectos, pero sin entregarse al desánimo de quien carece de confianza en sus propios valores y renuncia a ver lo que de bien hecho, de excepcional, ha tenido la obra común de nuestra democracia. Mensaje, pues, diáfano y directo de quien se ha propuesto ser ejemplo de integridad, honestidad y transparencia, para que al amparo de esos valores se propicie la regeneración moral de la nación, en la que Don Felipe incidió ante la lacra de la corrupción política –que, en sus propias palabras, «se debe cortar de raíz y sin contemplaciones»–, pero, también, ante las consecuencias morales de la crisis económica y las turbulencias territoriales. Pero recalcando el hecho, que a veces se olvida interesadamente, de que no partimos de cero, ni mucho menos. Que somos una democracia consolidada que disfruta de una estabilidad política como nunca antes en nuestra historia. Que si en el «debe» adolecemos de ese gran impulso moral colectivo que acabe con las conductas irregulares e impida que ocupar una responsabilidad pública sea un medio de aprovecharse o enriquecerse, en el «haber» está el ser una nación respetada, un Estado de Derecho consolidado en el que la Justicia funciona por encima de cualquier consideración personal o de estatus. En la textualidad de sus palabras, imposible de sustraer a las circunstancias judiciales que atraviesa su propia hermana, la Infanta Cristina, la exigencia de «que no existan tratos de favor por ocupar una responsabilidad pública». La honestidad como pilar básico de la convivencia en un país que todos queremos sano y limpio. Conoce Su Majestad la inevitable imbricación e influencia mutua de los contenciosos que acosan a la sociedad española. Que corrupción, crisis económica y desafío nacionalista catalán se retroalimentan llevando la desconfianza a las instituciones y el desconcierto ante el futuro. No es un problema exclusivo de nuestra nación, como demuestra el crecimiento en la Unión Europea de los movimientos populistas. En este sentido nadie puede demandar a Don Felipe VI, que simboliza como pocos a esa generación de españoles que ha crecido en democracia y se ha formado en el respeto a las libertades y a los derechos de todos los ciudadanos, actitudes providenciales, alejadas de su función de garante de la estabilidad que las leyes atribuyen a la Monarquía. Por ello, como señalábamos al principio, fue institucionalmente impecable su referencia, una vez más, clara, concisa y sin ambages a la situación catalana. Así, en la defensa de la Constitución, que, aprobada en referéndum por el pueblo español, en el ejercicio de su soberanía nacional, ratificó nuestra unidad histórica y política; pero también en la apelación a los sentimientos compartidos como pueblo, referencia que no se le ha escapado a un político experto como Josep Antoni Durán Lleida. Por encima de la economía o de los intereses, que son importantes, sin duda, está la unidad en la Constitución que nos da la fuerza y es la garantía de una convivencia democrática, ordenada, en paz y en libertad, donde nadie es adversario de nadie. En definitiva, el mensaje de un Rey a su pueblo, que vive momentos de inquietud, pero al que es conveniente recordar que no sólo hay que tener presentes las carencias, las tribulaciones económicas y las dudas existenciales, sino también la certidumbre de que posee unas virtudes como sociedad y como nación que han hecho de él, a lo largo de su larga y complicada historia, uno de los pilares del mundo occidental. Virtudes que no basta con reconocer, sino que se deben potenciar en el convencimiento de que la regeneración colectiva es un objetivo absolutamente posible.