Política

Un Estado democrático para todos

Pablo Casado destacó en las primarias del Partido Popular por su mensaje claro, situado en el centro derecha sin malabarismos ideológicos, sin margen para movimientos tácticos de conveniencia y poniendo en valor la aportación del partido como fuerza clave en nuestro sistema parlamentario. Era consciente de formar parte de una histórica formación liberal y conservadora que ha gobernado España en varias etapas y reclamaba una posición principal en el tablero. A pesar de dejar el Gobierno –de manera injusta y desleal–, el PP sigue siendo la fuerza más votada y ese es su gran capital. El PP es un partido al que se le puede aplicar con justicia el dicho de «por sus obras les conoceréis». Su programa de gobierno siempre ha sido constructivo. Casado entronca con este pasado que puede exhibir con orgullo, algo que los compromisarios y militantes del PP supieron valorar el pasado 21 de julio. El objetivo del actual líder popular no puede ser otro que recuperar los tres millones de votantes que en los últimos tiempos se han ido a otras opciones políticas. Ser consciente de ello evitará frustraciones futuras. Para hacerlo no hay otra vía que mirar hacia el futuro, dejar el pasado –el propio y el de hace 43 años donde sigue instalada la izquierda– y proponer políticas que afronten los problemas reales de los ciudadanos y ofrecer una visión de conjunto de los proyectos a los que se debe enfrentar España. La llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa ha achicado mucho la ambición política del país, limitándose a cuestiones simbólicas que sólo autoalimentan a la izquierda más tradicional. Como dijo el propio Casado ayer en LA RAZÓN, si el PSOE rompe el consenso constitucional, las consecuencias las sufrirá el propio socialismo español, como ha sucedido en otros momentos. Hay que romper el círculo de corto vuelo en el que Sánchez se siente más cómodo y abordar los problemas desde una vocación reformista: competitividad en la sociedad digital –y lo que enunció como «revolución fiscal»–, educación, sostenibilidad del Estado de Bienestar, el papel de España en el mundo y el nacionalismo radical catalán que insiste en el enfrentamiento directo con el Estado para imponer la independencia. Casado ha abordado una de las cuestiones que la política rehuye afrontar, pero sobre la que convendría abrir ya un debate público serio y riguroso: si no hay una inspección educativa eficaz que no pueda garantizar una calidad equivalente en todas las comunidades, hay que estudiar que sean centralizadas en el Estado competencias en materia de educación. Es preocupante el sesgo ideológico nacionalista de algunas materias de estudio en Cataluña. Es un tema que no quiere abordarse, que el nacionalismo entiende como «casus belli» de todos sus agravios, pero que va más allá de todo eso: está en juego la calidad de la enseñanza en España, su racionalidad y exigencia. Es la hora de abrir un debate sobre si la educación debe salir del ámbito de dominio de las comunidades o, al margen de temas propios o de la obligación del aprendizaje de los idiomas cooficiales, para abordarse en un sentido universal. Insistió Casado en la aplicación del 155 –que este diario adelantó ayer–, precisamente para activar un Estatuto que se encuentra bloqueado por una Generalitat paralizada por el gobierno de Torra-Puigdemont. Es una propuesta que ya ofreció a Sánchez si fuese necesaria su aplicación, incluso asumiendo toda la responsabilidad política, pero nada indica que el Gobierno quiera abordar de nuevo una medida que, guste o no, será necesaria aplicar ante la deriva en la que parece insistir la Generalitat.