Empleo

Un “impuestazo” contra el empleo

La política fiscal socialista, al menos, la que pretende aplicar el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, para los próximos cuatro años, parte de unas bases erróneas y, por lo tanto, producirá resultados muy negativos para el conjunto de la economía nacional. Esto es así, porque se insiste en cargar la parte del león del esfuerzo fiscal sobre el tejido empresarial, con la inevitable contracción de las inversiones, en lugar de aplicarlo sobre el consumo y las rentas del trabajo, que son las parcelas donde la presión impositiva sí está por debajo de la media de los países de la Unión Europea. Por supuesto, con esto no queremos decir que seamos partidarios de una subida de los impuestos indirectos, como el IVA, o del IRPF, pero, lo cierto, es que sería una vía mucho menos dañina para el conjunto de la sociedad que la propuesta contenida en el proyecto económico del Gobierno, cuyo objetivo último es incrementar la presión fiscal del actual 38,9 por ciento del PIB hasta al 40,7 por ciento en 2022, lo que supondrá elevar los ingresos del Estado en más de 26.000 millones de euros. A este respecto, uno de los mantras más repetidos de la izquierda es que en España hay margen para subir los impuestos hasta equipararlos a la media de los países de la OCDE y, como ejemplo, se cita el caso de Francia, donde la presión fiscal sobre el PIB es del 53,8 por ciento. Con independencia de la opinión de los ciudadanos franceses sobre ese puesto de «privilegio», que la revuelta de los «chalecos amarillos» ha dejado explícita, existe otro indicador, el que mide «esfuerzo fiscal por PIB per cápita», en el que los contribuyentes españoles no sólo sufren los mismos rigores del fisco que los franceses o los finlandeses, sino que están muy por encima de los alemanes. Pretender que hay margen para nuevas subidas de impuestos no deja de ser mero voluntarismo político. Con todo, lo más grave es que, una vez más, nos hallamos ante una muestra del genuino populismo de la socialdemocracia española, que mientras aprieta a las empresas con nuevas subidas de las cotizaciones sociales, la tributación por sociedades y gravámenes al capital –también con recargos especiales en el sector bancario y en el petrolero–, mantiene, o, incluso, reduce los tipos del IVA y limita, demagógicamente, la subida del IRPF a «los que más ganan», a quienes, de paso, se aplican tramos confiscatorios. A nadie se le escapa, pues, que los efectos negativos sobre la competitividad empresarial que se derivan de estas políticas caerán de lleno sobre el mercado de trabajo y, en cascada, sobre el consumo interno. Sin olvidar que las cuentas del Gobierno en funciones confían en que el actual ciclo económico expansivo se va a mantener en el tiempo, pese a las reiteradas advertencias que vienen dando los mercados de un probable frenazo al crecimiento, y que los ingresos fiscales serán suficientes para pagar el incremento del gasto público comprometido. Aunque sólo fuera por atenerse al principio de precaución, la política económica debería ir en un sentido opuesto: reducción de las cargas fiscales a las empresas, que, insistimos, son mayores que la media de la UE, para que puedan competir en igualdad de condiciones con las de nuestro entorno, y, en último caso, operar sobre el consumo con alzas ponderadas del IVA. Proponer otras medidas, como afrontar la reducción del gasto público, racionalizando los servicios que presta el Estado, sería caer en angelismos, dada la invetarada trayectoria del socialismo español. Y así, frente a las necesarias reformas, lo que se nos viene encima es un «impuestazo» contra el empleo.