
Tribuna
¿Se equivocan los europeos de «federador externo»?
El deterioro político de los Estados miembros y la apropiación por parte de las instituciones comunitarias, especialmente la Comisión Europea, de la agenda geopolítica anglosajona hacen fácil la estrategia del divide et impera de Donald Trump

El propósito de algunos países europeos de arrastrar al resto a niveles de confrontación directa con Rusia no parte de un planteamiento político racional, por mucho que traten de justificar esta deriva como un pilar de disuasión. La pretendida voluntad europea de orientar sus esfuerzos hacia el rearme militar en el plazo de una década (quizá en un lustro) no es ajena a la desmemoria de los mismos actores que arrastraron al continente a dos guerras mundiales.
La mentalidad de escalada que predomina entre eurócratas y atlantistas es reflejo de una concepción de la realidad regional e internacional tan dudosa como limitada. En el caso de la UE, la desviación del proyecto comunitario –pues, convertir a esta organización en una estructura agresiva es una desviación– solo puede resultar atractiva para quienes no son capaces de concebir el mundo desde una lógica distinta a la del marco occidentalocéntrico.
La invasión de Rusia a Ucrania se ha convertido en una suerte de válvula de escape que les permite a las élites políticas comunitarias esquivar sus responsabilidades sociales domésticas. Nada nuevo: el recurso al factor externo como elemento de cohesión interna. Sin embargo, por tentador que resulte, reciclar el relato de Rusia como «federador externo» no atiende el alcance general del dilema geopolítico en el que están inmersos los europeos.
La amenaza existencial que afronta la UE no proviene de Rusia, ni tampoco de China. El problema del bloque comunitario es, en el plano socioeconómico, de carácter demográfico. En lo político, objeto de este artículo, deriva de la obsecuencia frente a la voracidad del excepcionalismo estadounidense. De hecho, quien amenaza la soberanía de un miembro de la UE, con sus pretensiones sobre Groenlandia, es EE.UU., el hegemón del grupo occidental y principal contribuyente de la Alianza Atlántica. ¿Qué haría realmente la OTAN en el supuesto negado de que EE.UU. violentara la soberanía de Dinamarca?
Resulta ilustrativo, por lo pronto, que en las maniobras militares NATO Arctic Light, desarrolladas en Groenlandia el pasado mes de septiembre, participaran únicamente países europeos: Dinamarca, Noruega y Suecia (miembros del Consejo Ártico); y Francia y Alemania (Estados no árticos). La ausencia de EE.UU. en estos ejercicios es llamativa y puede interpretarse como el lógico intento de Dinamarca para crear un núcleo de resistencia europeo –dentro de la OTAN– para conjurar las presiones estadounidenses.
La cuestión, si se me permite la metáfora, es: ¿tienen capacidad los Estados miembros de la UE para sortear el «campo de minas» que EE.UU. ha sembrado en Europa en las últimas dos décadas si la mayoría de estos son parte de la Alianza Atlántica y mantienen una relación de dependencia estructural respecto a los estadounidenses?
Las potencias comunitarias son tan conscientes de que no pueden afrontar por separado las presiones estadounidenses, como segura está EE.UU. de su capacidad de dividirlos. La imagen de los líderes europeos sentados en semicírculo en el Despacho Oval, frente a un Donald Trump que parece dictarles lecciones, captura a la perfección esa seguridad y autosuficiencia estadounidense.
El deterioro político de los Estados miembros y la apropiación por parte de las instituciones comunitarias, especialmente la Comisión Europea, de la agenda geopolítica anglosajona hacen fácil la estrategia del divide et impera de Donald Trump. De hecho, la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, cumplió a cabalidad el guion. Salió presta a defender el arreglo comercial alcanzado con Trump, a sabiendas de que es un acuerdo desventajoso para los intereses comunitarios.
Es una realidad objetiva el hecho de que, en los grandes asuntos globales, los países y las instituciones comunitarias no son capaces de mantener una mínima expresión de coherencia. Ante situaciones análogas, el posicionamiento externo de estos se ha revelado contradictorio. El silencio en todo lo referente a la violación, por parte de EE. UU., del derecho internacional (marítimo y de los derechos humanos) en América Latina y el Caribe es afrentoso.
Los bombardeos y los presumibles asesinatos extrajudiciales de tripulantes de embarcaciones civiles en aguas internacionales del mar Caribe y del océano Pacífico apenas han sido merecedores de reproche por parte de los europeos, a pesar de que la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de la que son parte la UE y sus Estados miembros, prohíbe estas prácticas. EE.UU. no ha ratificado la Convención del Mar y Trump reniega del multilateralismo. En cambio, los países comunitarios son parte de esta convención y, en teoría, defienden la vigencia del sistema multilateral, por lo que no es entendible que no manifiesten su condena y oposición por la ilegalidad de tales acciones.
Queda patente, en cualquier caso, no solo el carácter amorfo de los actores europeos, cuando se trata de condenar las violaciones que comete EE.UU., sino si estos se han equivocado de federador externo.
Youssef Louah Rouhhou, es analista de asuntos internacionales.
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