Editorial
La guerra transita hacia ninguna parte
La encrucijada es endiablada. No puede haber capitulación ante el verdugo de la libertad ni parece que Putin tenga pensado la retirada
El primer año de la invasión rusa en Ucrania ha demostrado por encima de cualquier otra consecuencia lo devastador que resulta siempre un conflicto armado semejante. Los desastres de la guerra se han manifestado en toda su crudeza en el continente europeo sin que la civilización parezca aprender de las lecciones de la historia. Decenas de miles de muertos y heridos, millones de desplazados y una colosal ruina económica, que aún siquiera somos capaces de estimar y entender en todo su alcance, se han acumulado en las retinas y el corazón de una comunidad internacional que no encuentra respuestas a la matanza impuesta por las ínfulas expansionistas y mesiánicas del autócrata del Kremlin. Hace doce meses Putin nos empujó a un abismo sin fondo con la convicción errada de que el suyo sería un paseo militar hasta Kiev. No ha sido así y la sangre derramada a borbotones por sus tropas y por los heroicos resistentes ucranianos son el testimonio de cargo de sus crímenes contra la humanidad y de su ataque al derecho internacional. La figura del presidente Zelenski, su adversario, ha emergido como la referencia de una lucha desigual y el estandarte del sacrificio de un país que batalla y se mantiene firme en todos los frentes, en la vanguardia y en la retaguardia bajo la amenaza latente de los misiles rusos. Hay que ponderar el ejemplo de dignidad del pueblo ucraniano y el heroísmo de sus fuerzas armadas, asistidas, también es justo reconocerlo, por ese Occidente que brega entre intereses nacionales diversos, tacticismos y dudas, pero cuya colaboración militar y logística ha resultado definitiva para que Ucrania haya conseguido mantener el pulso a una potencia como Moscú. Que se podría haber hecho más por reforzar al agredido frente al agresor, a las víctimas ante los invasores, es tan incuestionable como que las cancillerías aliadas han exhibido una desigual sintonía y complicidad con Kiev. Han sido tantos, singulares y cruzados los intereses en juego que las decisiones han pesado y se han demorado de manera recurrente cuando demasiadas vidas se han perdido a diario. Es legítimo plantearse si Occidente ha estado dispuesto en algún momento a pagar el altísimo coste que conllevaría defender la libertad y la democracia a cualquier precio o se ha preferido que los ucranianos corrieran con esa misión. Un año de guerra, con el desgaste abrumador y los frentes estabilizados, obliga sobre todo a interrogarse si la contienda se podrá concluir por medios militares y si de no ser así, demorar la elaboración de una estrategia de salida resulta irresponsable. El campo de batalla parece aleccionarnos de que ninguno de los contendientes está en condiciones de ganar ni de perder la lucha y de que el conflicto transita hacia ninguna parte. El horizonte de una carnicería cronificada resulta real e insoportable. La encrucijada es endiablada. No puede haber capitulación ante el verdugo de la libertad ni parece que Putin tenga pensado la retirada. La guerra continuará a falta de liderazgo y audacia para asumir riesgos y alcanzar un epílogo digno.
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