A pesar del...
Ishiguro ante la memoria
La corrección política, pueril y letal, nos asegura que conviene recordarlo todo siempre, algo que no es evidente
Como casi todo en la vida, al menos desde que Esopo descubrió que la lengua es lo mejor del mundo y también lo peor, la memoria tiene dos caras. La corrección política, pueril y letal, nos asegura que conviene recordarlo todo siempre, algo que no es evidente (véase «Riesgos de la memoria histórica»). Lo ilustra la penúltima novela de Kazuo Ishiguro, El gigante enterrado, publicada por Anagrama, como toda la obra del Nobel británico de origen japonés.
La acción transcurre hace quince siglos, poco después de la muerte del rey Arturo. Britanos y sajones, tras haberse masacrado en una guerra cruel, viven ahora en una paz relativamente segura sostenida por el olvido. La desmemoria que afecta a los personajes les permite convivir, pero al mismo tiempo no les satisface.
El fallecido Arturo es elogiado por su sobrino Sir Gawain: «fue un gobernante que jamás se creyó superior a Dios, y siempre rezaba para obtener orientación»; era justo con amigos y enemigos; y cuidaba especialmente a mujeres, niños y ancianos en el fragor de la batalla: «sobre esas acciones se anudaban los lazos de confianza, incluso en el furor del combate». Es el propio monarca el responsable de lo que está pasando, porque con ayuda del mago Merlin ha atrapado y encerrado en una montaña a la dragona Querig, cuyo aliento provoca que los recuerdos de la gente se pierdan en una niebla. También instruye a su sobrino para que proteja a Querig, a la que un líder sajón desea eliminar. Y este es el problema, a saber, la necesidad de la memoria y también sus peligros: desenterrado el gigante del olvido, se despertarán «antiguos odios», como dice Axl al final.
Se comprende la fragilidad de la paz, y, como escribió San Sacks en el Wall Street Joournal, «el sereno y elegíaco pesimismo que caracteriza la obra de Ishiguro, y que consigue que sus novelas resulten paradójicamente melancólicas y a la vez reconfortantes». Es la complejidad de la naturaleza humana lo que subraya con destreza el autor, como escribió Diego Gándara en LA RAZÓN, con «sentido del tiempo, con la memoria de las cosas y del amor, con el olvido y los fantasmas de un pasado que acaban configurando, después de todo, una manera de entender y de concebir el mundo que nos rodea».
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