Letras líquidas

Jarrón-Iglesias-chino

Se termina como una plañidera política, que apela continuamente a una impostada condición de víctima y que satura la vida pública de guiones (prefabricados), cansinos y aburridos ya

Se preguntaban en «The Economist» esta semana qué deberían hacer «los amigos estadounidenses» ante el último episodio del show de Trump. La primera imputación de un expresidente norteamericano, escandalosamente representada en la imagen compartiendo estrado con sus abogados en un juzgado de Manhattan para escuchar los 34 cargos que se le imputan por el supuesto pago a una actriz porno a cambio de su silencio, refleja la complejidad de las sociedades para afrontar la relación con quienes han sido sus representantes públicos una vez que ya han abandonado sus cargos. Ejemplos de «ex» conflictivos, incluso con cuentas pendientes en los tribunales, ha habido muchos a lo largo de la historia (Chirac, Berlusconi, Lula). No es algo novedoso. Pero la aceleración de los tiempos sí provoca el cierre veloz de etapas y la confusión entre pasado y presente que se manifiesta, a veces, de modo difuso.

Hay políticos que, cuando abandonan sus responsabilidades, pasan a ocupar un discreto segundo o tercer plano en la vida pública. Sin luz ni taquígrafos. Otros «prejubilados» eligen, en cambio, seguir bajo los focos. Uno de ellos es, claramente, Pablo Iglesias. Consciente, como es, de su capacidad movilizadora, ha optado, después de sus renuncias sucesivas a la vicepresidencia del Gobierno y al escaño en la Asamblea de Madrid, por la vía directa del «intervencionismo». No solo moviendo hilos en su expartido, impulsando los movimientos que lo enfrentan a Yolanda Díaz, sino irrumpiendo también en la conversación de todos. Y de qué manera. En un momento clave para la supervivencia de su legado político, resurge y esgrime el arma de la agitación que tan buen rendimiento le dio en épocas pasadas: el choque frontal con el mensajero como eje de su discurso, como forma de acaparar la atención. Vuelta al ataque a periodistas y a medios, mereciendo, incluso, el reproche de la Asociación de la Prensa que le recuerda la difícil convivencia de los «señalamientos» profesionales de la información con la libertad de expresión.

No es una estrategia original, desde luego, la de provocar, enfadar y tensar. Y se puede discrepar y mostrar desacuerdo. Lo que sorprende es la incapacidad para encajar la crítica que uno, a su vez, pretende aplicar a los demás: el mecanismo básico del juego democrático. Y así se termina como una plañidera política, que apela continuamente a una impostada condición de víctima y que satura la vida pública de guiones (prefabricados), cansinos y aburridos ya. Estaría bien que alguien le recordara a Iglesias aquello del codo, el niño y los jarrones chinos que advertía Felipe González.