Tribuna
Libre designación
Cada nombramiento suele saldarse con una persona contenta, varios disgustados y una motivación que no satisface al postergado
Quizás uno de los puntos más conflictivos –¿dramático?– en el funcionamiento de la Administración sean los nombramientos de libre designación, los que no son reglados. Quien tenga la cabeza hecha al sector privado se sorprenderá. En ese mundo no se duda de la libertad del dirigente para formar «su equipo», elegir a sus colaboradores. La Administración es otra historia. El acceso a los cargos pasa por la valoración objetiva y pública de méritos y capacidades, con sujeción a un procedimiento y respeto a la igualdad. En el sector privado, como en los toros, cada torero torea con su cuadrilla; en el público la regla general es que la cuadrilla te viene dada y si puedes elegirla, tienes que dar buenas razones.
La libre designación es necesaria. Y es que para dar con la persona idónea, capaz de asumir una concreta responsabilidad, no todo puede depender de elementos objetivos tan añejos como la antigüedad o tan meritorios como la especialización, titulaciones, trabajos. Eso es un tributo a la idea patrimonial del puesto y garantiza la «eficacia indiferente» de la Administración, gobierne quien sea. Pero hay puestos que exigen la estricta confianza y eso no vale, de ahí que la preferencia subjetiva sea determinante.
Distintos son los puestos funcionariales de libre designación. Ahí el dirigente tiene libertad para seleccionar a quien considera idóneo, cierto, pero, tras contrastarlo con otros aspirantes, pondera subjetivamente las cualidades e idoneidad de los candidatos atendiendo a la función, responsabilidades y exigencias del puesto y elige, y esa elección no puede ser arbitraria o caprichosa. Todo muy fácil de decir, pero hacerlo, y hacerlo bien, es otro cantar.
Mi experiencia de la libre designación la viví como vocal del Consejo General del Poder Judicial, una experiencia «como Administración» que me ha sido muy útil como juez: fue como una estancia. No vendría mal que los jueces de mi especialidad pasasen una temporadita en una Administración para conocer sus intríngulis, y lograr un equilibrio entre saber cómo son las cosas y decir cómo deben serlo, esto sin empapuzarse de doctos escritos no siempre neutrales –no es raro que vengan de autores que arriman el ascua a su sardina clientelar– o que rezuman resentimiento por un nombramiento frustrado.
Viví así la gestación de políticas plasmadas en reglamentos o actos que luego los tribunales juzgan y me confirmó que, frente a tópicos sobre todo doctrinales, también se hace justicia si corresponde darle la razón a las Administraciones. Es la experiencia de vivir los sinsabores de que buenas iniciativas naufragan por discutibles discrepancias jurídicas o asumir sentencias de difícil ejecución, quizás porque el tribunal no ha captado sus consecuencias. Una experiencia que ayuda a comprender, no a justificar.
Pues en esos años en el Consejo ejercí la libre designación que, fuera de la disciplinaria, es su competencia más desasosegante, la que procura unas veces resultados felices y otras frustrantes; un mundo de sonrisas y lágrimas, agradecimientos y reproches. Viví la tensión de visitas de pretendientes pidiendo apoyo y no pocas veces el dilema de decidir entre compañeros bien conocidos o entre candidatos de méritos parangonables, a sabiendas de que cada uno tiene un magnífico concepto de sí mismo. Esa experiencia también me ha tocado vivirla como pretendiente, como candidato, degustando la hiel de cínicas promesas, de saberte vetado, víctima de prejuicios y, lo peor, tener que postularte ante algunos mindundis llamados a valorar tu carrera y decidir tu futuro profesional.
En la Justicia se ha ido poniendo algo de orden: desde someter a los candidatos a entrevistas públicas a fijar los estándares de idoneidad y, sobre todo, exigir que se motive la elección. Aun así, cada nombramiento suele saldarse con una persona contenta, varios disgustados y una motivación que no satisface al postergado y que resulta inútil al observador neutral, al que le llega como motivación una lluvia de pétalos sobre el elegido y no un juicio de contraste entre candidatos. Por cierto, eso de contrastar será deseable pero difícil de hacer y, sobre todo, de digerir: es duro decirle al postergado que no es tan idóneo para el puesto –eso tendría un pasar– pero es más duro decirle a quien se considera excelso que no lo es tanto.
Pues desde que los trapos sucios no se lavan sólo en casa pueden acabar colgados en el patio europeo y así le llegan al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que acaba de rechazar la demanda de una juez, fallida aspirante a presidenta de un Tribunal Superior de Justicia. Una frustración evitable, quizás porque la afectada no captó que el cargo que pretendía no es judicial sino gubernativo, que el Consejo no busca entre prolíficos «ponedores de sentencias» y más que doctos juristas, quiere eficaces cogobernantes; en fin, evitable además por no captar la improcedencia de meter en danza su condición femenina como mérito.
José Luis Requero es magistrado.
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