
Tribuna
Lucrecio y el placer de conocer
Quizá el redescubrimiento de la obra de Lucrecio precipitó el Renacimiento, siguiendo la idea de Stephen Greenblatt, pero desde luego que cambió la vida de muchos grandes que a su vez cambiaron el mundo

«Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, que mostraba su cabeza desde las regiones del cielo, amenazando a los mortales con aspecto temible desde lo alto, por primera vez un griego se atrevió a levantar contra ella sus ojos mortales y a rebelarse en su contra». Así elogiaba el poeta romano Lucrecio a Epicuro de Samos al comienzo de su célebre poema «De Rerum Natura» (I.62-67). Después de una invocación a la Venus madre, «deleite (voluptas) de hombres y dioses», sus versos inolvidables se dirigían a la aventura del conocimiento: esa maravilla o asombro que es, como quería Aristóteles en la Metafísica, comienzo de toda indagación científico-filosófica, se desvelaba en el epicureísmo de Lucrecio como verdadero placer (voluptas o hedoné) de conocer. Sabida es la íntima ligazón entre la física y la ética en el marco del epicureísmo del que, por otra parte, tan poco hemos conservado. Pero queda claro que para Lucrecio solo en el conocimiento cabe cifrar la salvación del ser humano del terror, el error y las tinieblas: «no los rayos del sol ni los lúcidos dardos del día, sino la contemplación de la naturaleza y la ciencia» (I.147-148).
Lo poco que tenemos del epicureísmo se debe a algunos entusiastas evangelistas de aquel maestro de la sonrisa en su Jardín ateniense que fue Epicuro, cuya enorme obra se perdió a veces por incuria y otras por maldad, al ser destruida de forma inmisericorde por sus enemigos, paganos o cristianos, por escuelas rivales y demás. Es buen ejemplo el magnífico poema de Lucrecio, que salvó su física y que ha sobrevivido también de forma casi milagrosa. No tenemos mucha información sobre la vida de este poeta, que seguramente nació en 94 a.C. y del que se dice que fue aquejado de una enfermedad mental, producto de haber tomado un filtro amoroso, y que al final se quitó la vida en torno al 50 a.C. (como uno de esos estoicos a los que, por otra parte, los epicúreos despreciaban). Ciertamente, puede que esta anécdota sea una malévola venganza de sus rivales o una caprichosa construcción erudita posterior. La imagen de un poeta emocionalmente perturbado cuadraba bien con la vehemencia de sus versos, y creaba la figura de un epicúreo atormentado, pero lo situaba un tanto lejos de la serenidad feliz característica de la escuela.
Pero más allá de su vida lo que importa es su obra, su poema «Sobre la naturaleza de las cosas» (De Rerum Natura), que se enmarca en la tradición del Peri Physeos griego, desde época presocrática. Desde su fantástico arranque, los dulces versos hacen de una materia en principio ardua una delicia de sabiduría casi voluptuosa. Va explicando en sus seis libros desde la formación del universo hasta la psicología, la sensación y los fenómenos de nuestro mundo. Nada procede de la nada y nada retorna a la nada, nos dice, en dos principios iniciales y modernísimos. A ello le sigue el mundo de los átomos indivisibles que, en combinación con el vacío, produce la sustancia del universo, según su atomismo. La estructura y la combinación de estos átomos se estudia seguidamente, refutando a Heráclito, Anaxágoras o Platón, y creando una nueva ciencia sobre la materia. Así, este poeta-científico, dotado por la gracia de las Musas, es capaz de condensar en breve espacio una sabiduría variada sobre lo ilimitado, no solo la declinación o clinamen de los átomos –que explica, entre otras cosas, el libre albedrío en el plano ético–, sino también la forma, la sensación, la composición del alma –que es corpórea también–, y logra animar a la disipación del miedo a la muerte y a la religión. Con ello sigue el famoso «tetrafármaco» epicúreo, que intentaba liberar a la humanidad de todo reparo a una vida plena y a la consecución de los deseos razonables y necesarios, amén de dirigirla hacia la serenidad individual, el buen comportamiento en comunidad y la sabiduría más apetecible. Pero Lucrecio, más allá de la física y la cosmología, nos explica también los sueños y las visiones, las sensaciones agradables y desagradables y todo lo que percibimos por los sentidos.
Fue una suerte que su obra se salvara del naufragio general de la literatura epicúrea –acusada de demasiado materialista y atea para su tiempo– y, tras considerarse casi perdida durante la Edad Media, fue felizmente redescubierta en 1417 en un monasterio alemán por Poggio Bracciolini, casi un santo del Humanismo. Este manuscrito se perdió luego, pero una copia suya sobrevivió en Florencia. Quizá el redescubrimiento de la obra de Lucrecio precipitó el Renacimiento, siguiendo la idea de Stephen Greenblatt, pero desde luego que cambió la vida de muchos grandes que a su vez cambiaron el mundo, desde Giordano Bruno a Maquiavelo, de Michel de Montaigne a Pierre Gassendi. Para nosotros hoy sobre todo supone una buena lección de lo que merece hacerse en la vida: dedicarse al conocimiento, a aprender, a saber más, a disipar la tiniebla del miedo, el prejuicio, la superstición y la sinrazón. Lucrecio, además, fue maestro de poetas que dejó honda huella en Roma. Así se refiere a él Virgilio en las Geórgicas (II.490-492) con su célebre «Felix qui potuit rerum cognoscere causas»: «Feliz el sabio que ha podido averiguar las causas de las cosas y somete al miedo y al inexorable destino…». Su enseñanza es que el saber es el verdadero placer epicúreo. Nos lo recuerda siempre: «Nada es más agradable que ocupar los templos serenos, bien reforzados con la doctrina enseñada de los sabios». (II.7 ss.)
David Hernández de la Fuente. Escritor y Catedrático de Filología Clásica en la UCM.
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