Aquí estamos de paso
Las malas compañías
Queda una esperanza. Y es el coraje de quien encarna la Jefatura del Estado. Los Reyes aguantaron, consolaron, abrazaron. Fueron el Estado en el que la gente estaba dejando de creer
La condición humana se revela en los extremos. En el horror y en el honor, en la victoria y en la derrota, en el bien y en el mal. La literatura, que es la forma que adoptamos los humanos desde antiguo para mirarnos a nosotros mismos desde la seguridad de vernos en los demás, nos ha regalado los momentos más memorables iluminando vivencias y emociones extremas. La gran literatura siempre discurre en esos márgenes fronterizos porque allí, y en las profundidades del odio y el amor, es donde anida nuestra verdadera condición.
El retrato del desastre de Valencia es una postal de guerra cuyas víctimas están aún recuperándose del impacto de la devastación. O llorando a sus muertos. O todo a un tiempo.
Acaso sea la guerra la condición más extrema por su carácter y por su constante y permanente presencia entre nosotros. Y porque nunca estamos preparados para ella. Menos aún si las víctimas están solo en un lado, como sucede aquí. Podemos especular, o hasta llegar a acuerdos, sobre la Tierra herida y su reacción por el calentamiento, sobre la responsabilidad que tenemos los humanos en la destrucción paulatina de una atmósfera y su reacción desaforada y criminal. Pero eso sería desviar el foco, llevar la atención al territorio que ahora no toca.
Las víctimas están donde están.
En esta guerra desigual estamos viéndonos a nosotros mismos en las más hermosas e inaceptables manifestaciones. Gente generosa, que se entrega, que renuncia a lo suyo por ayudar a los demás. Y gente miserable, egoísta, incapaz y diría que hasta atormentada por su propia insolvencia. Profesionales de la talla de los uniformados que abrazan la causa de los derrotados, y de la bajeza de quienes aprovechan las cañas y el barro para arrojarlo y tratar de destruir.
Me asombra (sí, la ingenuidad es un defecto que arrastro como los pies del jubilado) que con lo que queda por limpiar y volver a construir, por crear y aliviar, la política haya sido incapaz de abandonar su cauce enfangado ni siquiera para ayudar a las víctimas a retirar la basura y el fango verdaderos.
Bailan sobre las tumbas de los muertos y el futuro roto de los vivos quienes son incapaces de asumir sus fallos y culpan al contrario de haberlo hecho mal. Ahora toca empujar para salir del pozo infecto, pero juntos, sin arrojar al otro. No fallaron las predicciones, los técnicos informaron a tiempo, la Unidad Militar de Emergencias fue reclamada cuando ya era tarde, y la alarma de móviles llegó cuando alguno de sus receptores estaba encaramado en el tejado de su casa.
Queda una esperanza. Y es el coraje de quien encarna la Jefatura del Estado. Los Reyes aguantaron, consolaron, abrazaron. Fueron el Estado en el que la gente estaba dejando de creer. O quizá lo ha hecho ya. Su error no fue bajar al barro, como dicen denunciar con sus ínfulas de supremacismo moral en esa izquierda que se digiere a sí misma, sino hacerlo con malas compañías. No pecaron de inoportunos ellos, lo hicieron los que pusieron su imagen en las dianas destinadas a los otros, alimentadas, por cierto, por el fuego infame de la extrema derecha en un repugnante ejercicio de agresión y ocultamiento.
Como en todas las tragedias, lo mejor y lo peor. Dónde estaba cada cual, parece claro.
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