El canto del cuco

Por mi mano plantado tengo un huerto

Hace días que ha florecido el rosal de la entrada, el viejo cerezo y el membrillo del rincón, pero este año apenas hay rumor de insectos

Se ha puesto de moda cultivar un huerto en la ciudad. En algunos colegios es un elemento práctico de aprendizaje y de descubrimiento de la vida natural. Una escuela con huerto es, sin duda, mejor escuela. Los huertos urbanos significan la añoranza del campo, ahora que desfallece inexorablemente la tradicional vida rural. Conviene recordar que el mundo urbano está poblado de campesinos, de «isidros», que cerraron –ellos, sus padres o sus abuelos– la casa del pueblo. Es natural que agradezcan, sin saber por qué, el canto de los pájaros al despertarse y les emocione el contacto con la tierra y ver florecer los árboles o nacer un huerto en primavera junto al chalet adosado. El arado ha quedado definitivamente arrumbado, comido del orín y de los ácaros; pero la azada sobrevive milagrosamente y en las urbanizaciones de la periferia urbana se ha convertido en símbolo de modernidad.

Confieso que yo mismo lo estoy experimentando estos días. En un rincón de mi pequeño jardín acabo de montar una mesa de cultivo, regalo de Reyes, como una gran artesa de madera, con la tierra, el abono y los complementos naturales necesarios para plantar el huerto. Voy a poner tomates, lechugas, pimientos y una matas de fresas en las esquinas. Sueño con volver a disfrutar del aroma y el sabor de entonces, que ha desaparecido de los supermercados. Pero, sobre todo, me dispongo a ver crecer cada mañana, impulsado por mi mano, el milagro de la vida. Un libro que tengo siempre a mano, en la mesilla de noche, es el de las poesías completas de fray Luis de León, el humanista que enlaza la Edad Media con el Renacimiento. Me sé de memoria sus musicales odas de oro, empezando por la dedicada a la vida retirada, que eligen «los pocos sabios que en el mundo han sido». Difícilmente puede encontrarse un reclamo mejor para los amantes de la Naturaleza: «Del monte en la ladera, por mi mano plantado tengo un huerto».

En este pequeño jardín mío, donde estoy plantando el huerto, hace días que ha florecido el rosal de la entrada, el viejo cerezo y el membrillo del rincón, pero este año apenas hay rumor de insectos. Casi no veo ninguna abeja ni avispa entre las flores. Tampoco vuelan mariposas, ni aparecen las golondrinas, que no hace tanto anidaban en los aleros de las casas y alegraban el aire azul de la tarde. Nada, ni rastro. Algo serio, inquietante, está pasando. Con los insecticidas, herbicidas y demás venenos industriales estamos acabando con el ciclo natural de la vida.