Quisicosas

Meternos en guerra

Me asusta esta liviandad de los comienzos bélicos, esa brisa de malestar subterráneo que, de repente, se resuelve en un titular de periódico con una declaración formal de hostilidades

No hay como la muerte de un pariente para comprender que la guerra no es un croquis en una academia militar ni una noticia en el telediario. El lacónico papelito que, en 1940, anunció a mi abuela Käthe que su hijo Heinz había caído en Francia asoma con su inerme filo amarillento de la carpeta roja, pero a mi abuela la aniquiló como una guillotina. Ahora el dron ruso que ha sobrevolado Rumanía queda apenas a 650 kilómetros de Sofía, donde vive mi hijo mayor. El aparato ha sido localizado sobre Tulcea, en la desembocadura del Danubio, en ese Mar Negro en el que he chapoteado este verano con mi primer nieto. De repente, los 650 kilómetros entre la capital búlgara y la costa rumana se me han hecho un nudo en la garganta. Hay una banalidad tonta en el comienzo de una guerra mundial, los escritos de Stefan Zweig, Joseph Roth o Elías Canetti hablan un día de cafeterías llenas y diarios encendidos y, al día siguiente, de levas militares. Mi tío tenía veinte años en Hamburgo cuando su madre le denegó el permiso para alistarse con sus colegas del instituto en la guerra enardecida. Mi abuelo cometió el error de firmarle el documento (no era mayor de edad) y nunca vio su cuerpo, que sigue enterrado en los infinitos cementerios franceses bajo la luna. Para Putin, Tulcea, con sus 70.000 habitantes junto al delta fluvial, es apenas un punto en el mapa, lo mismo que Odesa o Kiev, las joyas de la corona de un territorio que le apetece y que se extiende, de norte a sur, desde los países bálticos hasta la tierra búlgara de mi nieto. Es esa franja de terreno por la que han pasado tracios, celtas, hunos, bizantinos y otomanos y que se disputan históricamente el oso germano y el oso ruso. No es cierto que la Europa contemporánea no haya conocido guerra antes de la invasión de Ucrania, en los Balcanes se reabrieron nuestras peores heridas y en Kosovo se nos acercaban a los reporteros los campesinos con las fotos de los desaparecidos, con unos ojos jóvenes y enormes, como los de mi tío Heinz. Me asusta esta liviandad de los comienzos bélicos, esa brisa de malestar subterráneo que, de repente, se resuelve en un titular de periódico con una declaración formal de hostilidades, tan lacónica como los partes de baja del frente: «El ministro de Defensa le comunica que Heinz Schlichting ha caído en honroso servicio a la patria». Monika Krzepkowska es la bella embajadora polaca en España, ligera y rubia como una princesa bohemia. Habla castellano con muchas eses sibilantes, que suavizan sus palabras: «Los drones rusos son un ataque directo».