Sin Perdón

El moderno bonapartismo democrático

«El futuro es muy incierto, porque ese bonapartismo o cesarismo puede salir reforzado según el resultado de las próximas elecciones generales»

Uno de los aspectos más interesantes del presidente del Gobierno es que no le tiembla el pulso a la hora de ejercer el poder. Lo aplica tanto en el fondo como en la forma. Este nivel de presidencialismo, que ha conducido a un exagerado culto a la personalidad, no tiene parangón en la política reciente. Es verdad que fue muy alto con Felipe González y José María Aznar, pero Sánchez los ha superado, aunque parecía un reto muy difícil. El modelo de primarias conduce a un sistema de cesarismo democrático, porque saltan por los aires todos los contrapesos. Al no ser necesaria la elección por medio de compromisarios, ya que se apela directamente a los militantes y los simpatizantes, los barones tienen escasa influencia ante el líder del partido. A estas alturas, se han convertido en meros figurantes y los órganos de dirección son meros palmeros al servicio de la voluntad del presidente del Gobierno y secretario general del partido. No es algo que haya sucedido solo en el PSOE. El PP vivió un modelo de hiperliderazgo durante la etapa de Aznar.

El poder es para ejercerlo y en el caso de Sánchez lo hace sin complejos. Le resultan indiferentes las críticas e incluso muestra en algunos casos un claro desprecio hacia sus autores o los medios que le incomodan. Es algo que se nota, también, en las intervenciones parlamentarias. Desde el primer día después de las anteriores elecciones generales, el voto del centro derecha ha estado movilizado para sacar a Sánchez. Es posible que saberse odiado, utilizó expresamente este término, le ha conducido a adoptar esta actitud que muestra con políticos y periodistas que le caen mal. Este ejercicio del cesarismo democrático hace que no le afecten los ataques que recibe por el desmedido uso de los bienes públicos, como sucede con el Falcon, o por los incumplimientos de los compromisos electorales. En el primer caso, se comporta, conscientemente, como si fuera un jefe de Estado a la altura de Biden o Macron. Es muy consciente de la importancia que tiene la visualización de ese poder. Hay una cierta deriva al bonapartismo, tanto en el fondo como en la forma. Napoleón fue un genio de la política y la profanaba, además de un eficaz militar aunque, afortunadamente, fracasó en España y Rusia hasta que le llegó la derrota final en Waterloo. Al final, todos los populismos tienen elementos comunes. Incluso es comprensible, porque la política puede conducir a una idea excluyente y simple del bien y del mal. Sánchez está convencido de que todo lo que hace es bueno y positivo para España. No importa que ahora gobierne con Iglesias y sus acólitas, a los que detesta, o que sus aliados sean los independentistas y los filoetarras.

El moderno desarrollo del bonapartismo democrático se sustenta en el plebiscito de las urnas, porque todo es permisible en función del cheque en blanco que representan las primarias para el liderazgo en un partido o las elecciones para presidir el gobierno. Es un título habilitante que lo ampara todo. No es algo privativo de la derecha o de la izquierda. Es suficiente un mensaje simple y emotivo, el apoyo de la izquierda mediática y una imagen atractiva. La división de poderes es irrelevante y las instituciones se pueden asaltar y colonizar. Los órganos constitucionales se ponen al servicio del uso alternativo del Derecho como están haciendo Cándido Conde-Pumpido, al frente del Tribunal Constitucional, o Álvaro García Ortiz, como Fiscal General del Estado. No es casual el desprecio de Iglesias, Montero, Belarra, Rosell o Pam patapán por el ordenamiento jurídico. En ello coinciden con el resto de formaciones aliadas de Sánchez que consideran que un resultado electoral otorga una legitimidad para derruir la división de poderes.

El futuro es muy incierto, porque ese bonapartismo o cesarismo puede salir reforzado según el resultado de las próximas elecciones generales. Una vez controlado el Constitucional y la Fiscalía General, sometido el Parlamento al permanente rodillo parlamentario y transformado el PSOE en una colección de palmeros, la agenda legislativa puede ser espeluznante. Hemos llegado a un punto donde parece normal que no se alcance ningún acuerdo con la oposición o que está caiga en el error de ejercer de muleta cuando le convenga a Sánchez con la excusa de que es un partido de Estado. Esto es algo que siempre me ha parecido una auténtica chorrada. Me gustaría que alguien me explique si el PSOE lo ha sido cuando ha impuesto leyes surgidas del fanatismo. En algún momento, no sé si lo veré, el PP abandonará sus complejos. En cierta ocasión, salía del Congreso con Rajoy, que entonces era vicepresidente. Se paró y me preguntó: «¿tú crees que mandamos?». Me lo preguntaba por un tema que habíamos defendido. Le contesté que «sí, pero solo si seguíamos los temas hasta el final. En caso contrario acabamos haciendo lo que quieren los funcionarios de cada ministerio o los sectores que influyen en ellos». Es algo de lo que estaba y estoy convencido. Es lo que sucede en la política o en las grandes empresas, en las que no hay detrás un propietario o una familia. Los que mandan son los ejecutivos que hacen lo que les da la gana, atienden a los fondos y se llevan incentivos millonarios. Esto último no lo tiene Sánchez o quien le siga, pero en cambio disponen de un poder casi ilimitado. Democrático, pero cesarista. El problema es que se trata de un fenómeno que se extiende, con absoluta normalidad, en muchos países. No hay más que ver lo que ha sucedido en Iberoamérica y como se limitan las libertades. Algunos empresarios y ejecutivos deberían tomar buena nota de cómo han acabado muchos de sus colegas.

Francisco Marhuendaes catedrático de Derecho Público e Historia de las Instituciones (UNIE)