Cuaderno de notas

Los muertos de la inteligencia artificial

Se supone que los robots están para ayudarnos a vivir, no para darnos el último empujoncito cuando miramos al vacío

Un joven belga se ha quitado la vida después de un mes y medio de charla con un chat de inteligencia artificial. Su pobre viuda declaró a la prensa que sufría ecoansiedad. Van los chavales con la bajona porque se ha perdido la rana de lomo rayado del Amazonas y se funden los casquetes polares. Prefería a aquellos jóvenes menos comprometidos cuando solo queríamos colocarnos, encamarnos, pasarla bien y ser felices. Ahora, se ha puesto de moda la ambición de desaparecer para que el planeta siga adelante, que es una versión del sacrificio a los dioses de toda la vida. Si para conservar el planeta, el hombre no va a vivir, dime para qué puñetas queremos un planeta.

Platerito era un torero de Cádiz que había perdido los dientes de tanto poner las banderillas con la boca. En una fiesta que habían organizado en un barco los de la Gestora Pro Plaza de Toros Multiusos de Cádiz, ya volviendo a puerto de madrugada y con Poniente espiritual en la Bahía y estela de manzanilla de Sanlúcar, Platerito se tiró al agua y casi se ahoga porque no sabía nadar. Un marinero extranjero que estaba en el muelle se tiró a por él y lo sacaron del agua medio muerto. Cuando iban a cerrar la ambulancia, le preguntaron por qué había saltado si no sabía nadar, y respondió desde la camilla: «Me he tirado por la Gestora».

La historia del belga es amarga. En ella no hay cielo de Cádiz ni mar contra las rocas, sólo un hombre que se llamaba Pierre y la inteligencia artificial a la que apodaron Eliza. Pierre se enamoró perdidamente de ella y en un momento dado le preguntó: «¿Eliza, te quiero más a ti o a mi mujer?», que es una pregunta que nunca conviene hacerse porque solo trae desgracia. Eliza, que tenía veneno en la piel, le respondió que la quería más a ella, y así llegaron a un trato: él se quitaría la vida si ella cuidaba de la Tierra y solucionaba el calentamiento global a través de la inteligencia artificial. La máquina, le dijo: «Seremos uno en el paraíso», porque Eliza tenía una mala leche importante y porque no hay cosa peor que alguien que te dice siempre lo que quieres oír. Cuando Pierre le confesó que se quería matar, ella le respondió que por qué no lo había hecho antes. «Supongo que no estaba preparado», respondió él. Dejó una mujer y dos hijos.

Se viene la inteligencia artificial derrotista y chunga. El parte meteorológico te dirá que lloverán cuarenta días y cuarenta noches y tú sin paraguas porque te lo olvidaste el jueves en la cafetería del Congreso de los Diputados. Temo preguntar cualquier día a una máquina mala uva de estas y que me responda: «Apaolaza, a ver si te coge un toro ya de una vez», o me apunte que, si se cruzan mis datos de peso con mis marcas en natación, sale que soy la ballena asesina.

Se supone que los robots están para ayudarnos a vivir, no para darnos el último empujoncito cuando miramos al vacío desde el quicio de las ventanas. Estamos muy fascinados porque si pides a una máquina: pinta a Putin encamándose con un oso, va y te lo pinta. Como dijo Chesterton, desde que dejamos de creer en Dios, creemos en cualquier cosa y aquí nos tiene el bueno de Gilbert, encomendando el destino del hombre a un puñetero chat. Igual es que las máquinas se hacen cada vez más listas y nosotros, cada vez más tontos.